sábado, 25 de diciembre de 2010

SIN ZAMBOMBA NI PANDERETA

          He caído hoy en la cuenta de que, en lo que llevamos de Navidad, no he visto en las calles de la ciudad donde vivo ni una sola zambomba ni tampoco panderetas. No sé si será consecuencia de algún virus específico que ha asolado mi lugar o si ha ocurrido en toda la piel de toro patria, al menos en Andalucía, región donde estos dos instrumentos populares no han faltado, tradicionalmente, para acompañar el canto de los villancicos. El caso es que tampoco se están pasando anuncios donde la zambomba, la pandereta, el almirez, los platillos, la botella de anís… formen parte del atrezzo, junto a los clásicos trajes de pastorcillos, etc.  Tan sólo la publicidad de Iberia ha incluido zambombas, aunque con un uso totalmente descontextualizado y desnaturalizado.

          ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué está ocurriendo? ¿Se está perdiendo también la tradición de los villancicos y su característica orquestación? Algo sí. Aunque, si mi estimativa no me engaña, he creído oír en el sonido ambiente de grandes centros comerciales y supermercados, e incluso en la megafonía callejera que, según expresé en otro artículo, han instalado en la ciudad que me vio nacer, bastante más música navideña que otros años. También se mantiene, quizás intensificado incluso, el gusto por los belenes, otro símbolo de la navidad tradicional.
          Si la gente no compra panderetas o zambombas es que, seguramente, no piensa cantar mientras digiere la cena de Nochebuena, por ejemplo. Ni antes de esa noche ni después. Los niños, grandes imitadores, siempre han delatado los propósitos de sus padres, tíos y abuelos portando por las calles esos instrumentos a escala infantil, cuando van con su mamá de compras, al parque… Este año, no. Y no he salido menos que otros. Así que “Los peces en el río” parece que han dejado de beber, en sus versiones caseras, familiares…

          Como digo, cabe preguntarse por las causas de tal vacío instrumental. Sinceramente, yo no tengo ni idea de por qué pasa. Anoto, sin embargo, un fenómeno paralelo: las tiendas de chinos y de moros (dicho sea sin sentido peyorativo) también carecen esta temporada en sus estanterías de zambombas y panderetas. Yo no he visto por aquí ninguna. Señalo, nada más señalo, la coincidencia. ¿Tienen alguna relación la desaparición de los instrumentos en la fanfarria y animación navideñas, y en las tiendas del antiguo “todo a 100”? No lo sé. Ahí está.

          Sin embargo, no caben más que dos posibilidades: a) magrebíes y asiáticos han decidido, por lo que sea, extirpar costumbres ancestrales del país de acogida, empezando por el bumbúm-chinchín navideño, con un deslumbrante éxito (¿de qué nos privarán mañana?); b) esos mismos comerciantes, con un olfato fuera de lo común, han detectado un creciente desapego de la población autóctona por la interpretación de sus cantos navideños y de todo lo que los rodea, como son los sencillos, quizás toscos, instrumentos de madera, barro y pellejo, y para ajustar la oferta a la demanda y no despilfarrar ni un euro, no han hecho pedidos de zambombas ni panderetas.
          No sabría inclinarme, según decía, por una de las dos posibles causas. ¿Algún lector/a apostaría por alguna? Ni siquiera me siento seguro de que se trate de causas y no de consecuencias.


          No he mencionado la existencia de otras tiendas, pocas, poquísimas, donde también se suelen expender zambombas y panderetas: no me sirven como referencia. En relación con los dos productos que me ocupan (quizás algunos más), y acerca de la cuestión que expongo, los comercios de chinos y moros constituyen el verdadero campo de observación. No lo duden. Ya hace tiempo que usurparon el lugar y la función de otros establecimientos comerciales. 

miércoles, 22 de diciembre de 2010

DÍA DE LECTURAS


Ayer estuve en un instituto de Secundaria, el I.E.S. “José Saramago” de Humilladero (Málaga), donde me habían invitado a participar en el Día de la Lectura. Se celebra en todos los centros andaluces en el mes de diciembre, según marca la ley. Traigo aquí el hecho porque creo que merece la pena conocer cómo planifican y desarrollan allí la jornada, a cargo del Equipo de Biblioteca. Acompaño un breve reportaje fotográfico, realizado por Francisco Pinto, “Karpin”, alumno del propio instituto.








En resumen, es así:

1) El centro se convierte en un conjunto de “minisalas”, a semejanza de un multicine, con la diferencia de que, en vez proyectar películas, se leen textos durante una hora. Este curso creo que han sido 12 aulas-salas.


2) Se invita a profesores (de cualquier materia), padres y alumnos a que se ofrezcan como lectores. Normalmente, son profes y madres los que actúan, aunque alguna vez también han sido niños (recuerdo una vez en que un grupito hizo una lectura dramatizada de una breve pieza de teatro). A cada uno de los voluntarios se le asigna un aula-sala. Los lectores eligen los textos, que no tienen que ser necesariamente literarios.




                           

3) Se confecciona la cartelería correspondiente y se cuelga en las paredes del instituto. Se diseñan e imprimen unos tiques o entradas, como las de los multicines. Dos días antes “se ponen a la venta” (gratuita, claro) y cada niño solicita el correspondiente al aula que elija, según el texto que más le guste. La “venta” se lleva a cabo, como en los cines, los teatros o el fútbol, con la formación de las típicas colas en cada “ventanilla”. En cada aula-sala no se admiten más de 15 ó 20 asistentes.





4) Se fija la hora, normalmente la anterior al recreo, y la sesión se desarrolla tal como los lectores hayan decidido: “a pelo” o con música de fondo, con proyección, con un diálogo posterior a la lectura o no, colocando a los presentes en “U” o no, etc.

Yo he asistido ya a tres versiones de esta actividad, que me parece muy provechosa, aparte de original. En el centro se crea los días anteriores una gran expectación acerca de las personas que leerán, los textos, etc. El momento del reparto de entradas resulta muy animado, porque nadie quiere quedarse sin plaza en la sala elegida. Todo esto vale como elemento motivador, y también la curiosidad por ver a la maestra de Mates o al profe de Química leyendo un cuentecillo o un fragmento de filosofía oriental, o al que imparte Tecnología presentar la evolución de la moda, etc. Lo normal es que todo salga muy bien, es decir, que a todos los niños les agraden las lecturas, escogidas con especial cuidado por los profesores y padres actuantes; ellos tienen, por supuesto, gran capacidad de maniobra, ya que no deben atenerse, como cuando se está en clase normal, a programaciones oficiales ni norma alguna.
  














Me parece una manera de animar a los niños a la lectura, haciendo que la vivan (“didáctica vivencial”) de una manera distinta a la académica habitual. Este año, como los anteriores, ha resultado muy bien. Lo normal es que haya niños que, en los días posteriores, se interesen por algunos libros de los que se han leído y los soliciten, con idea de llevárselos y leerlos.







Termino con una sincera y emocionada felicitación al I.E.S. “José Saramago”. Y ¡que se repita!

domingo, 19 de diciembre de 2010

ÚLTIMA ORTOGRAFÍA

          Está próxima a aparecer, como libro, la última reforma de la ortografía del español, fruto por primera vez en la historia del acuerdo entre las veintitantas academias que “fijan, limpian y dan esplendor” a nuestra lengua en el mundo. Como hecho curioso, coincide con el cambio en la dirección de la RAE, a la que llega el catedrático catalán, de origen aragonés, José Manuel Blecua.
          Aún no conoce el gran público el contenido completo de las modificaciones introducidas con respecto a la renovación realizada no hace mucho, poco más de dos años. De todos modos, se sabe que, a diferencia de este, el reciente código ortográfico ha sido fruto, como digo, de un acuerdo unánime de todas las academias hispanas, que se materializó el 28 del mes pasado en Guadalajara, México.
          En tal situación, no me atrevo a valorar con detalle los cambios, los cuales parece que no pasarán de meras sustituciones y eliminaciones de carácter secundario: se dirá “ye” en vez de “i griega”, la “ch” y la “ll” dejarán de ser letras únicas para convertirse en la unión de “c” y “h”, y dos eles, se suprimirá la tilde en palabras como “guion”, truhan”, etc., para evitar contradecir la regla de acentuación de los monosílabos… , y cosas así. O sea, que lo esencial, tanto de la ortografía de las palabras, como de la ortografía de la tilde, sigue intacto.
          He leído algunos comentarios rápidos de prensa y ya se empiezan a observar ciertas tendencias: una mayoría bastante clara opina que no era necesario ninguna alteración (no sé si se sobreentiende “como estas”), mientras que la minoría está de acuerdo con la transformación e incluso a una parte le parece muy parca.
          Sinceramente, a mí también me lo parece. Y digo más: se ha perdido una nueva oportunidad para entrar a fondo en la cuestión, que no es baladí. Pero los prejuicios operan aún con enorme fuerza, el peso de la tradición es insalvable, los académicos solo miran hacia atrás…, o yo no sé qué es lo que pasa. El caso es que aquella reacción al discurso de G. García Márquez en el Congreso Internacional de la Lengua Española de Zacatecas (1997), donde proponía algunos leves cambios, está aún vigente. En una encuesta del periódico “El País”, que recoge la postura de los españoles en relación con la reforma que está a punto de publicarse, más del 50% está en contra de introducir modificación alguna. Lástima que no se complete este sondeo con la indagación de las razones que fundamentan las posturas. Modestamente, me atrevo a aventurar que no hay otra que la tan socorrida, cuando no existen motivos de peso, de “porque siempre ha sido así ”. En un mensaje de “Facebook” se lee lo siguiente: “Con la de horas que pasamos en nuestra infancia aprendiendo las normas ortográficas, para que ahora nos las cambien. Cuando vengan nuestros hijos pidiendo ayuda en los deberes, ¿cómo lo haremos?” Otros hablan, como algunos prebostes del academicismo argüían en Zacatecas, del aspecto tan espantoso que tendrían los textos clásicos con la ortografía alterada. Total, no hay argumentos (serios).
          Ante esta cuestión, y debido al sesgo profesional, mi enfoque siempre parte de la perspectiva de la enseñanza (que es minoritario, parece): no tiene ya justificación ocupar (perder, me atrevo a decir) tanto tiempo y esfuerzo en el intento, casi siempre baldío, de que los niños aprendan y apliquen la ortografía correcta o, como suele decirse, que no saquen faltas de ortografía. ¡Una verdadera tortura para todos, incluido el maestro! No me sirve el contraargumento de que muchos alumnos, los buenos, no tienen problema y de que, por lo tanto, la culpa no es de la materia por aprender, sino del aprendiz, que no ejerce. Tampoco proviene enteramente del método, porque ninguno de los miles que se han ideado y puesto en práctica, dan gran resultado.
          Desde mi óptica, se impone, pues, acometer una simplificación de la ortografía, aunque solo sea por motivos didácticos, que no es poca razón; una simplificación algo más decidida que las realizadas.



          Existen propuestas individuales de diverso origen, finalidad y calado, que la Academia nunca ha tomado en consideración. Por no extenderme demasiado, creo que son poco apropiadas las que se consideran más extremas o radicales, puesto que la ortografía es el rostro del idioma, en su versión escrita, y no convienen intervenciones quirúrgicas demasiado atrevidas. Nadie niega que los escollos más importantes para los alumnos son los casos de dobles o triples grafías para un único sonido: “V/B”, “G/J”, “G/”GU”, “C/Z”, “C/QU/K”, “LL/Y”, “I/Y”, “RR/R”. También, la presencia de la “H”, letra a la que podemos llamar muda. La aplicación de las reglas de acentuación, por su parte, no es menos problemática. En esos puntos centraría yo la reforma, que concluiría en lo siguiente:

     1. Mantener el empleo actual de la letra “B” y extender su uso a las palabras que ahora incluyen “V” (que, por historia, anda más cerca de la “U”): “cantaba”, “bida”, “bruja”, “blando”, etc.

     2. Asignar el sonido “gue” a la letra “G” y el sonido “ge” o “je” a la letra “J” (al estilo de Juan Ramón Jiménez), y eliminar el dígrafo “GU”: “Juanjo”, “gerra”, “Jerardo”, etc.

     3. Mantener la pareja “C/Z” para el sonido “ce”, como dice la norma en vigor, así como también la tríada “C/K/QU”, con idéntico sonido gutural oclusivo sordo.

     4. Hacer desaparecer la grafía “LL” a favor de “Y”: “ayer”, “yubia”, reyano”, etc.

     5. Escribir solo con “I” (latina) el sonido “i”: “amigo”, “lei” (a pesar del plural “leyes”), etc.

     6. Para el sonido "rr", mantener el doblete “RR/R” casi con los usos en vigor: “R” al comienzo de palabra y “RR” en el interior siempre, incluso en algunos de los casos en que ahora se emplea “R”: “raro”, “Isrrael”, “bretón”, etc.

     7. Colocación de tilde en la sílaba tónica de todas las palabras polisílabas: “mésa”, “retén”, “sostenér”, etc. Así se evitaría entrar en pormenores de teoría prosódica, que los niños no entienden y los mayores olvidan.

     8. Supresión de la “H”, excepto en el caso de “CH” para el sonido “che”.

          En mi modesta opinión, estos cambios   -a los que pronto se habituaría nuestra práctica lectoescritora-  aligerarían bastante la labor de los maestros y la harían más eficaz, y quedarían más horas y fuerzas para el aprendizaje de otros aspectos de la escritura, más jugosos y sustanciales. No se quiere decir que desaparecerían todas las dificultades: seguiría habiendo problemas no solo con los dobletes y tríos que propongo permanezcan, sobre todo con “S/C/Z” (“sala”, “cerebro”, “zurdo”) en la zona dialectal andaluza (con excepciones) y canaria, así como en toda América hispana. Quizás llegue un día en que estas tres letras se reduzcan a una sola, la “S”, tal como sucede con la pronunciación en la inmensa mayor parte del dominio hispanoparlante; pero creo que aún es pronto para dar ese paso hacia el seseo gráfico. Ya he dicho que se necesita ser prudente. En Andalucía, están además las cacografías originadas dialectalmente, como en las palabras con consonantes implosivas  (“suSto”, “aCto”, “deSpuéS”, “coLmo”, “comeR”…), que sufren mutaciones o desaparecen. Y en todas partes seguiría jugando a la contra el género chatero y de "sms".
          Pero, claro, en un ámbito tan amplio como el del español, donde cohabitan tantas variedades, el código ortográfico de raíz fonética “perfecto”, sin incoherencias ni disfunciones gráfico-prosódicas, es una aspiración inútil. Nos hemos de conformar con que tenga pocas y que sea viable en la escritura y en la enseñanza.

jueves, 9 de diciembre de 2010

ENSEÑANZA Y EDUCACIÓN


          El último Informe “Pisa”, correspondiente al año 2009, pone estos días de actualidad otra vez la enseñanza y de nuevo quedamos a la altura del betún: no superamos la media europea en el conjunto de las áreas evaluadas.

          A grandes rasgos, la fisonomía esencial del actual sistema educativo en España, tan sumamente ineficaz, es heredera directa de la filosofía y la práctica que inauguró la LOGSE en 1990. Desde entonces no ha cambiado lo básico, bien porque los sucesivos gobiernos no han querido o no han sabido, o bien porque algunos han suprimido, antes de aplicarse, normas dictadas por sus antecesores, de signo político opuesto. De esa Ley General del Sistema Educativo se han realizado infinidad de análisis y tal vez se haya agotado casi como objeto de estudio, teniendo en cuenta, además, que pocos responsables políticos han prestado atención a las valoraciones críticas. Está dicho todo o buena parte de lo fundamental. En este humilde artículo me limito a aludir a un aspecto muy simple, pero muy significativo a la vez y de no poca trascendencia, del pensamiento que sostiene la concepción educativa logsiana y la lógica del sistema vigente.

          Antes de entrar en harina, quiero confesar que voy a hablar por boca de arrepentido, puesto que en los primeros años de la LOGSE defendía yo, con cierto ardor incluso, lo contrario de lo que aquí voy a exponer. Era lo propio de un profesor relativamente joven, llevado en volandas a aquel paraíso de idealismo y de romanticismo característicos de la primera época de nuestra democracia. Lo que hoy defiendo procede de una visión más realista, más meditada y contrastada, adoptada por quien viene ya de vuelta de muchas cosas, como gran número de españoles y españolas de mi generación.

          Una de la innovaciones que la LOGSE pretendió imponer es la que se reflejaba en el cambio de denominación de algunas etapas del sistema. Así, si anteriormente se empezaba en Párvulos, para continuar con la Enseñanza Primaria, seguida del Bachillerato y COU, a partir de la nueva ley todos los nombres de los tramos no universitarios contenían el término común “educación” y no “enseñanza”: “Educación Infantil”, “Educación Primaria”, “Educación Secundaria Obligatoria” y “Educación Secundaria Post-Obligatoria” (luego llamada “Bachillerato”). Con ello se quiso simbolizar la idea de que a la institución escolar se le encomendaba no sólo la instrucción, sino también (y quizás ante todo) la educación. Esta pareja de términos enfrentados era casi sinónima de otras muy de la época, como formación e información, etc. El profesorado más y mejor dispuesto, ansioso de introducir mejoras en las clases, paralelas a las que sacaron al país de un régimen político y de un modelo de sociedad ya repudiado por todos, acogió e interiorizó este principio, y se aprestó sin más a la tarea de inculcar los hábitos, las normas de conducta, los valores, las actitudes que componen el capital ético inicial de cada persona, labor hasta entonces encomendada a los padres, sin abandonar la obligación de impartir conocimientos y desarrollar habilidades, su labor más tradicional y hasta entonces más genuina.
          Después de veinte años, el resultado de la LOGSE no ha podido ser peor. Al margen del “Informe Pisa”, basta un somero examen para ver que lo que se ha conseguido en el aspecto que aquí trato, es sobre todo: a) contribuir a que los padres en general desatiendan un tanto la obligación de educar (bien) a los niños, puesto que se supone que es responsabilidad del colegio, lo que, en cierto modo, representa una liberación del estrés provocado por la dedicación laboral de ambos cónyuges y su derecho (hiperproclamado por la publicidad y el consumo) al ocio, y b) colocar la educación en un terreno de nadie, puesto que el profesorado, el colegio, es incapaz de lograr el objetivo propuesto (mejor dicho, encomendado), sin medios realmente eficaces para sustituir a la familia ni para, llegado el caso, extirpar la (mala) educación adquirida por los chavales en la casa y en la calle.

          Así están las cosas en capas muy extensas de la sociedad española actual. Y, además, cunde el desánimo, provocado no sólo por la escasa (buena) educación de los niños y jóvenes, sino también por el bajísimo nivel de su instrucción. Diríamos, con la archiconocida frase, que unos por otros, la casa sin barrer. Más aún, bastantes de esos niños y adolescentes se han habituado a que nadie apueste ni se ocupe de su educación con fuerte compromiso, con constancia, y reaccionan volviendo la espalda o encarándose sin temor con quienes les muestran la ineludible firmeza y les exigen el esfuerzo que la misión requiere. No tienen nada que perder; a sus padres, muchos los tienen ya K.O., según confiesan cuando éstos van a decirle al maestro o la maestra que no pueden con sus hijos.
          No quiero ser catastrofista. No todo está mal en todas partes, es verdad. Además, no me interesa dibujar un cuadro completo de la situación actual, para el que, por otra parte, carezco de datos. Lo que me importa es poner de relieve que, si diferenciamos entre educación y enseñanza, y creo que debemos hacerlo, la primera corresponde esencialmente (no exclusivamente, claro) a la familia y a la sociedad entera (la “tribu educadora”), y la segunda, la enseñanza, al sistema educativo fundamentalmente. El maestro o la maestra que recibe a los niños, ha de poder contar con que los chicos vienen con el mínimo equipaje de principios y normas de conducta aceptables en nuestra cultura occidental, los cuales se reforzarán y completarán en la medida de lo posible en el aula. Si no acuden así los chavales, será poco fructífera toda labor, incluso la puramente instructiva. El niño que no se corta en llamar al profesor hijo de la gran puta, mamonazo y otras lindezas por el estilo, que no lleva ni siquiera los libros y cuadernos a clase, que no se arredra ante nada ni nadie, que no siente inquietud por los suspensos o la repetición de curso…, el niño que, en definitiva, ya ha llegado a eso, sea cual sea su edad, ¿creen ustedes que cambiará por temor a un castigo en casa, que no le caerá (y lo sabe porque nunca o casi nunca le ha caído) o por temor a un apercibimiento o incluso expulsión del colegio, que no menoscabarán un ápice su vida cotidiana, libre, sin apenas interferencia de los padres? ¿Creen que estará dispuesto ese mismo sujeto a dedicar un minuto de su precioso tiempo a dejar de hacer lo que le pida el cuerpo y a esforzarse por aprender algo? ¿Creen que actuará en él algún mecanismo moral de control de sus emociones y actos? Etc. Aludo a situaciones extremas para mostrar claramente lo que quiero decir. De todos modos, la media no se aleja demasiado de ellas.

          Aunque parezca una paradoja, concluyo, estoy convencido de que gran parte del éxito o fracaso del sistema educativo depende de factores externos, de los que el principal es lo que se haga o se deje de hacer en casa con los hijos. Por suerte, sospecho que una nutrida cifra de padres, jóvenes, preocupados, con cierta formación, está empezando a cambiar la orientación y el rumbo de las cosas.


sábado, 4 de diciembre de 2010

CONTROLADORES vs. MINISTRO

          Alguna vez en la vida, un hombre tiene que partirle la boca a algún semejante para callársela por siempre jamás o para intentar que no se pase ya nunca más de la raya. Ojalá no fuera así, pero así es. Resulta inevitable. Forma parte de la lucha por la supervivencia, que con toda propiedad se nombra con un término bélico.

          Viene este pensamiento a propósito del problema planteado desde ayer en el espacio aéreo civil español. Sale un decreto del Gobierno, los controladores no lo aceptan y dejan de ejercer como signo de reprobación. El forcejeo entre estos profesionales y el ministerio viene desde largo y ayer llegó a su culminación. O ahora o nunca, supongo que pensaron ambas partes. O, dicho más coloquialmente (también por ambas partes), estos no me vacilan a mí. Y se han lanzado a partirse la boca.

          Acepto que, como he afirmado, llega un día en que el cuerpo a cuerpo es la única salida. ¿Quiere decir esto que justifique lo que está pasando, que es muy grave y está afectando a tantos miles de personas sin culpa? En absoluto. Pondré un ejemplo cotidiano para explicarme. Vamos a suponer que mi vecino y yo nos llevamos a matar y la cosa pasa ya de castaño oscuro. Tanto él como yo nos hemos hecho el propósito de cortar por lo sano y darnos de ostias, si es preciso. Más vale una vez morado que ciento amarillo. No obstante, los dos estaríamos dispuestos a parlamentar para avenirnos civilizadamente, aunque lo vemos difícil. Hasta aquí, y según el principio de convivencia que he fijado, nada se sale de la normalidad, sea cual sea el final. Incluso sería esperable que, antes o después, llegáramos a las palabras gruesas y a las manos. Lo que nadie aceptaría es que eligiéramos (o no evitáramos) la refriega cuando fuéramos con la familia, es decir, con los niños, la abuela…, y en su presencia lleváramos a cabo un combate que ellos no han buscado y que tan sólo les puede acarrear perjuicios.

          Los controladores y el ministro tenían que verse las caras, según el punto al que las cosas estaban llegando antes del decreto. Y se las han visto, pero en el peor momento, en el peor sitio y a la peor hora: cogiendo en medio, entre otros, a decenas de miles de pasajeros que soñaban con sus vacaciones y que, pese a haber pagado ya, nunca disfrutarán. ¿Quién tiene la culpa? De acuerdo con lo que vengo sentando, los dos: el gobierno sabía lo que con toda seguridad ocurriría después del decreto (¿o es que no fue esa la razón de la renuncia de ZP a viajar a América?), pese a lo cual publica el texto legal el día de inicio del puente, cuando más daño hace la reacción de los controladores. Y estos, una vez puestos en el brete, responden a la provocación y se lanzan. Una y otra conducta representan lo contrario de la prudencia y de la sensatez. Se han liado a puñetazos sin mirar que sus sopapos herirían a los más débiles. Es lo contrario también, por supuestísimo, de querer solucionar el conflicto pacíficamente, sin dañarse ni a sí mismos ni a terceros.

          El autor del decreto tendría al menos que haber aguardado y, si fuera posible, iniciar conversaciones con anterioridad a su aprobación, sabiendo, como sabía, insisto, que se armaría la marimorena. A su vez, los controladores, pese a todo, deberían haberse contenido y haber dejado su acción extrema, si por otras vías no hubiera solución, para otro momento que no fuera el del puente. Pero no, todo ha sucedido al revés: los dos han sacado sus armas y han abierto fuego (creo que en un alarde, trágico, de chulería).

          Ahora reina el caos. La militarización, el cierre del espacio aéreo español, con inmensas repercusiones en el tráfico nacional e internacional… Creo que, además de perder la cordura por buscar el K.O. rápido del contrario en tales circunstancias, tal vez tampoco hayan medido sus fuerzas: por una parte, ¿puede el gobierno empapelar a todos los controladores civiles?, ¿serían suficientes los militares para cubrir tantas horas, diurnas y nocturnas? Y por otra: ¿han previsto los controladores el desprestigio que se han ganado (como efecto bien calculado por el ministro) y las repercusiones laborales que sus actos tendrán, de acuerdo con un decreto que parece redactado “ad hoc”?

          No puedo concluir sin expresar mi sentimiento a los afectados, ya que, salvo analizar los hechos aquí, en público, y denunciar las actitudes, otra cosa no me es posible. ¡Qué mala suerte!

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