jueves, 27 de octubre de 2011

LA ERA DE LOS PINOCHOS



               El discurso propio y característico del período político que está a punto de terminar, si se puede considerar dominado por algunos términos, uno de los más destacados es, sin duda, la palabra “mentira”, junto con los parientes de su campo léxico, sus  sinónimos, etc.  Me da la impresión de que ha abundado más que otros tan repetidos como “crisis”, por ejemplo. Desde aquel aciago día en que el hoy candidato a presidente la pronunció en forma de denuncia (“España no se merece un gobierno que mienta”), ya no ha dejado de aflorar en intervenciones públicas de dirigentes de cualquier color. Todos han venido acusando a todos de no decir la verdad a sabiendas de lo que hacen. En el Congreso, en el Senado, en declaraciones a periodistas, en ruedas de prensa…, políticos nacionales y políticos regionales, alcaldes, concejales… Nunca ha cesado la acusación de falsedad a los adversarios. El universo de la mentira es un círculo cerrado, porque si yo proclamo la falta de veracidad de mi contrincante, puedo estar diciendo la verdad o faltando a ella: en cualquier caso, siempre hay un mentiroso, o él o yo.

               T
an reiteradamente, tan casi a diario, aflora este vicio como argumento contra el de enfrente en los medios, que puede haberse extendido entre el público la sensación de que nadie ha dicho ni dice la verdad nunca; en ocasiones, con la ayuda de declaraciones faltas de toda lógica y, por tanto, increíbles (el ministro tal no se enteró de que su subordinado más inmediato hacia tal cosa, el presidente del partido equis no estaba al tanto de ciertos enjuagues en su formación, una persona imputada no merece ser creída nunca, no hay crisis, en el tercer trimestre empezará la recuperación, etc.), con promesas o programas que no se cumplen, continuas contradicciones... En efecto, mucha gente está ya convencida de que, cuando un personaje de la política habla a través de la prensa, siempre disimula, oculta, disfraza, exagera o empequeñece, reinterpreta, distorsiona… los hechos y tergiversa las palabras, buscando presentar las cosas como más le interesa a él y/o a la institución a la que se debe. 
                La impresión es de que, por detrás o por debajo de tanto discurso mendaz, hay una realidad, “la” realidad, seguramente penosa, inquietante, cuajada de problemas…, como consecuencia, en parte, de errores o incompetencia de los que la tapan. Según decía alguien, es como si el auténtico teatro se estuviera desarrollando en otro escenario.

               De todo esto, la consecuencia primera es el distanciamiento y la incredulidad del votante, que tal vez no muy tarde llegue a convertirse en ex votante, según la frase de F. Nietzsche: “Lo que me preocupa no es que me hayas mentido, sino que, de ahora en adelante, ya no podré creer en ti”. La segunda, el zambobazo  que recibe la conciencia ciudadana cuando, por algún resquicio imprevisto, se filtra la verdad y se descubre el embuste y al embustero; sobre todo, si a la trola la acompañaba algún manejo contable.  En tercer lugar, como lo malo se aprende pronto, y más si el modelo viene de arriba, ¿nos extrañará que se establezca y cunda el principio de insinceridad en la vida cotidiana? El final más desastroso de la mentira instalada no es el engaño impune a los demás en busca de un beneficio (tal vez la evitación de un perjuicio), sino el ser falso consigo mismo. He oído que la actual crisis económica ha sido originada, entre otros factores, porque el país ha vivido por encima de sus posibilidades durante la anterior etapa, o sea, porque se ha estado mintiendo, queriendo o sin querer. Etc., etc.
               ¡Ay, la era de los pinochos!

sábado, 22 de octubre de 2011

CÓMO ME LLAMO (y III)


               En este tercer y último artículo sobre la forma de llamar a los demás sin utilizar su  nombre o su apellido, voy a consignar una serie de palabras sustitutas, alusivas a algún aspecto de la identidad personal, real o supuesta.
               Así, resulta muy común dirigirse a alguien a quien no se conoce, respecto al cual conviene mantener una cierta distancia y consideración, con la palabra “jefe”: en el taller de mecánica, el titular le dice al dueño del coche: “Entonces, ¿le cambiamos el aceite también, jefe?”; o el camarero, en el bar, a un cliente que acaba de apostarse en la barra: “¿Qué va a ser, jefe?”. Menos utilizado es el término “maestro” (excepto por los niños en la escuela: “Maestro, quiero cambiarme de sitio”): en la churrería, le dice un cliente al churrero “Eh, maestro, ¿me va a dejar a mí de muestra?”. Se oye más el pronombre “usted” con valor vocativo semejante a los anteriores: “Hasta luego, usted”, “Oiga, usted, ¿a dónde va?”  (distinto, formalmente al menos, de “Oiga usted, ¿a dónde va?” u “Oiga, ¿usted a dónde va?”). El sustantivo “amigo” comporta menor separación social y/o diferencia de edad: “Amigo, se ha dejado aquí la bolsa”. 
               En ninguno de estos casos cabe el tuteo (excepto, quizás, con “amigo”) ni se aplican los apelativos a mujeres (“usted” puede presentar dudas). Para ellas, desde hace algún tiempo, se ha generalizado “señora”, antes reservado a las mujeres casadas y de cierto relieve social. De la mano de este último tratamiento, una vez ensanchada su extensión social, ha ido instalándose “señorita” y, mucho más, “caballero”, con el que nos hablan a todos los hombres en tiendas, supermercados, establecimientos bancarios… Cuando se trata de un anciano o anciana, el hablante se atreve a veces a recordarles su edad, haciéndoles oír la palabras “abuelo/a”, no siempre tan amable y cariñosa como parece: “Abuelo, cuidado con el escalón”.
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                Si el apelado es un niño o un joven, aparecen “chaval”, “niño/a”, “muchacho/a”, “mozo”, “mozuelo” (en mi tierra decían muchos “muzuelo”), “joven” y otros, como “chico/a” (fuera de Andalucía) o “nene/a”, para críos muy pequeños (o no tanto, en ciertas zonas andaluzas). Con un sentido irónico, de intención despectiva, se aplican algunos de ellos a varones o mujeres que ya han dejado atrás la juventud, sobre todo “muchacho”: “Tú no andas muy bien de la pelota, muchacho”. En situación de igualdad o de superioridad del hablante, aparece el “tú” con idéntica función a la del “usted” anterior: “Tú, ven para acá ahora mismo”. Otro término, más cercano al matiz calificativo, es “rubio/a”: “Mira, rubio, ¿esta calle se llama La Legión?”, “Rubia, ten cuidado con el charco”. Un último apelativo infantil o juvenil bastante reciente, según creo, es “campeón”, pleno de connotaciones positivas y elogiosas, según la estimativa triunfante en el mundo de hoy. 
               Si mi análisis hubiera sido más profundo y detenido, a la par que más completo en la lista de vocablos con función vocativa, nos hubiera descubierto matices y distingos de diversa índole, referidos por una parte a la intención de los enunciados en que se incrustan (órdenes, preguntas, advertencias, alabanzas…) y, por otra, a los factores contextuales influyentes en cada situación de comunicación. Las diferencias geográficas y sociales también suelen ser pertinentes en este campo: puntualicé arriba la costumbre de llamar sistemáticamente “nenes” a los niños de cualquier edad en algunos lugares de Andalucía; añado el hábito general, norma ya, de decirse “niño/a” los hermanos entre sí y los padres a los hijos. Los amigos y amigas también lo hacen con frecuencia. Dentro de la familia, es normal aprovechar los términos que designan el parentesco, si es cercano (“papá”, “hija”, “abuela”…), y si no, también, en determinadas casas: el yerno dice ”suegra” cuando habla a su madre política, o “cuñado” cuando lo hace con el hermano de su esposa, etc. 
               Acabo con los apodos. Como suplantaciones de los nombres propios de persona, asumen sus funciones, entre ellas la apelativa: “Préstame tu iPod, Melenas”. Dentro de esta categoría entran ciertos motes que podríamos llamar genéricos, como los infantiles “mocoso” o “enano”, o bien el adulto masculino, singularísimo, “mariquita”, con sentido irónico y valor humorístico: “Vaya novia que te has mercao, mariquita”. Una parte del argot juvenil la forman los apelativos que los adolescentes se dedican en sus interacciones verbales: “periquito”, “artista”, “pelón”, “primo/a”, “tío/a”, etc., entre los cuales ocupa un puesto destacadísimo, sin lugar a duda, el ya universal “colega”.



jueves, 6 de octubre de 2011

CÓMO ME LLAMO (II)


               En un artículo reciente traté sobre la manera en que nos dirigimos a los demás, usando unas veces su nombre de pila, otras el apellido y otras algún mote o sobrenombre. Hoy quiero volver sobre esa temática y comentar algunos otros recursos vocativos.
               Me referiré al empleo del nombre del cargo o función de las personas. Empiezo por el que más me choca, creo que por lo elevado de la jerarquía del interlocutor. La más alta institución política en nuestro país, después del rey, es el presidente del gobierno, seguido del de las cortes. La tradición establece que, en sustitución de su nombre (precedido de Don/Doña), lo adecuado es decir su apellido o el término propio del puesto que ocupa, antecedido de “señor/-a”: “Sr. Rodríguez Zapatero” o “Señor Presidente”. Sin embargo, llevo un tiempo oyendo y leyendo esta última expresión sin el inicio “señor”, en narraciones indirectas (pues, como puede suponerse,  no tengo acceso a las conversaciones de los presidentes ni siquiera como espectador): “Le pregunté: ‘Presidente, sabes que mucha gente está pidiendo un adelanto de las elecciones…”.  Igual ocurre con los ministros y otras autoridades, como el gobernador del Banco de España, etc. Naturalmente, siempre se trata de personas que, sin disfrutar de una excesiva proximidad a ellos ni una relación de parentesco, suelen tratarlos a menudo en razón de su dedicación laboral. En igual situación estás los delegados o los alcaldes, los directores, etc.: “Alcalde, ¿quieres presidir la próxima entrega de premios de…?”. Esta forma de tratamiento siempre se construye con “tú”, no con “usted” (tuteo).
               En la misma línea están los alumnos cuando, a pesar de la diferencia de edad y posición, requieren la atención de sus maestros o profesores: “Maestro, ¿por qué no cambias el examen de mañana?”. A las profesoras o maestras, que hasta hace poco eran “Seño” o “Señorita”, también se les apela con el nombre de profesión. En una ocasión planteé en la sala de profesores por qué no nos llamaban por nuestro nombre, en vez de usar “maestro” o “maestra”. Una compañera me dio esta explicación: “No se atreven, porque creen que sería tomarse demasiado la confianza”. Puede ser, aunque el tuteo ya expresaba bastante confianza.

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               La Nueva gramática de la lengua española, de la RAE (Madrid, Espasa Libros, 2010) hace esta observación explicativa al respecto: “Se percibe en el español contemporáneo un notable desarrollo del tratamiento de familiaridad. El incremento comenzó en la primera mitad del siglo XX, pero que [sic] se ha extendido de forma más notoria en los últimos treinta o cuarenta años. El uso creciente de las formas de familiaridad constituye un signo de cercanía, de igualdad, asumida o presupuesta, y de solidaridad, favorecido tanto por el auge de los movimientos políticos igualitarios como por la estimación que se concede hoy al hecho mismo de ser joven. El uso extendido del y del vos en la publicidad refleja bien esta escala de valores. El trato general con desconocidos adultos sigue siendo el de usted, con variaciones que están en función de las áreas geográficas, pero también de la edad del que lo dispensa. (p. 322). Y añade más adelante: “Los sustantivos que designan títulos, cargos y oficios se pueden usar en español como apelativos en el trato personal, además de cómo títulos oficiales: alcalde, director, ingeniero, licenciado, maestro, ministro, presidente, rector. El uso de estos apelativos puede ser compatible hoy en la conversación con el tratamiento de confianza (¿Estás de acuerdo, presidente?), pero se requieren las formas verbales al trato de respeto cuando se construyen con señor / señora (¿Está usted de acuerdo, señor presidente?)” (p. 324).
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               Doctores tiene la Iglesia. No obstante, contaré una anécdota que contraría un tanto la doctrina académica. En una rueda de prensa reciente, un periodista se dirigió al actual candidato del PSOE, que era el destinatario de las preguntas, diciéndole simplemente “Rubalcaba”. El aludido, con gesto grave, le corrigió: “Señor Rubalcaba”. Al parecer, no todos aceptan tan fácilmente la “cercanía”, la “igualdad”, la “solidaridad” de las que habla la Academia y que, según la institución, favorecen los “partidos igualitarios”. No todos, insisto, aunque las prediquen

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