La crispación se contagia con mucha facilidad. Así, los que
me tiren de la lengua con el dichoso tema del Atlético de Madrid, pueden
contaminarse por efecto de los sapos y culebras que salgan de mi boca. A partir
de ahí, nuestra relación tendrá un tenor envenenado y estaremos ambos a la
defensiva. La crispación incita a la crispación.
Me parece a mí que la tensión interior correspondiente a la
crispación también se generaliza con facilidad: una vez instalada, salta a
propósito de cualquier asunto, aunque no sea aquel al que primeramente respondía.
Es lo propio de personas que siempre están en tensión, como enfadados con el
mundo; todo les parece mal, todo lo discuten, todo les molesta. Otras veces
únicamente se es sensible a ciertas cuestiones o bien a ciertas personas o
grupos de personas: hay quien no puede ver a su vecino, quien no aguanta la
clase de Matemáticas o no puede oír al alcalde de su ciudad… o a los del PP,
etc.).
Por último, y esto es a lo que voy fundamentalmente, la
crispación viene muchas veces intencionadamente provocada. Siguiendo con el
fútbol, es sabido que los clubes suelen “calentar” especialmente ciertos
partidos, enardeciendo a las mutuas aficiones y avivando en ellas el
sentimiento de adhesión incondicional y el ansia incontenible de contundente victoria.
Es una crispación inducida sin dificultad, porque el destinatario ya está
entrenado -nunca mejor dicho- para dejarse arrastrar al combate. En otro
orden de cosas, la política por ejemplo, no sucede de diferente manera: en determinados momentos, generalmente las
campañas electorales, los líderes crispan a la ciudadanía con toda clase de
insultos y exagerados ataques a los adversarios (vistos y hechos ver como enemigos mortales), posturas extremas, radicalizadas…, para
convertir al máximo número de censados en entusiastas votantes acríticos de sus
respectivas siglas.
¿Es legítima esta conducta por parte de quienes dirigen a
las masas? Depende. Una cosa es, por ejemplo, empujar a la afición para que
anime al equipo y para que el contrario termine “machacado”, y otra, muy distinta, negarle el
pan y la sal a los oponentes políticos, deslegitimarlos y hasta pretender su anulación
en el juego democrático. Fomentar esta actitud es algo muy peligroso, porque su
querencia es el exterminio del contrario. Aparte de que se basa en la
existencia de verdades absolutas (“solo nosotros llevamos razón”), que no son
sino absolutas mentiras, pues -como
decía el clásico- la verdad es una naranja de la que cada uno tenemos un gajo.
Un dato más para ponderar tal peligro: la crispación,
individual y sobre todo colectiva, es un estado emocional, irracional, al que
sostiene e inflama la pasión, fuera del control de la inteligencia. Es una
alteración que ciega a las personas y las deja con frecuencia a merced de sus
instintos más primitivos, una vez abiertas las compuertas y anulado todo freno
moral.
Recuerdo que, hace años, estando yo en un grupo de teatro
aficionado, el director nos decía que, antes de la representación y durante
toda ella, no debíamos perder un cierto nivel de tensión, para que la actuación
tuviese nervio, no debíamos “aflojarnos” interiormente y que la interpretación
fuese desvaída. Valga esta anécdota para ilustrar una última idea, la de que
los humanos no podemos eliminar el ardor, el apasionamiento, un cierto
apasionamiento, una cierta excitación, en nuestra actividad externa e interna,
porque actúan como motor complementario imprescindible, y tampoco una prudente
rivalidad, que sirve de acicate. Pero también hay que salvaguardar un grado de
objetividad y de racionalidad, de respeto a las posiciones ajenas, de
aceptación de la propia limitación y posibilidad de fracaso, de calma, de
distanciamiento intelectual, de sentido del humor (“reírse de sí mismo”). Si
no, se caerá, precisamente, en la crispación. Los que manejan interesadamente la
opinión pública y los comportamientos colectivos -a los que conviene identificar y
desenmascarar- saben que no son estas
últimas, precisamente, las virtudes amigas.