Hay muchos observadores de la sociedad española actual que
la tachan de pasiva, conformista, sumisa, indiferente…, que la acusan de que encaja
sin rechistar todos los palos que, en forma de recortes, por ejemplo, le están
dando. Los pocos movimientos que han surgido, han sido reducidos y breves, incluida
la huelga general o las concentraciones de la Puerta del Sol. Muchos dicen que
España está narcotizada, dormida, ajena, entregada…, que pasa tres pueblos de
reaccionar y pedir, al menos, explicaciones. Modestamente creo que llevan razón
quienes así se expresan.
¿Por qué están las cosas de esta manera? En general, la gente se inhibe cuando ve que
la realidad le sobrepasa, le excede, cuando su entendimiento y capacidad de
comprensión no alcanzan a entender qué es lo que ocurre de verdad, o
cuando se considera demasiado débil y pequeña para que su hipotética acción
obtenga algún resultado. En resumen, cuando padece de desconfianza en sus capacidades y, por ende, de motivación y de impulso. Un sector amplio de la población española me parece que está
convencido de que mucho de lo que es ahora nuestro país y nuestra vida proviene de decisiones que se adoptan
más allá de donde alcanza la vista, en la penumbra, en la trastienda…, por
personas que nadie sabe quiénes son, pero cuya presencia y poder se sienten. Se
sienten en forma de medidas políticas y corrientes mediáticas
y propagandísticas poco acordes, al menos, con los ideales de justicia, libertad, bienestar... de la población.
Me da la sensación de que la falta de confianza y la
inhibición de nuestra sociedad son efectos recientes, derivados de causas también
recientes. Obviemos el desinfle general sobrevenido tras la euforia de los primeros
años de la democracia, cuando nos dimos de bruces con el día a día, mucho menos
romántico, atractivo y hermoso de lo que habíamos pensado, y bastante más difícil. Creo que fue
una reacción normal: la democracia es aburrida y en ella el heroísmo consiste
en ser constantes y pacientes, llenar el saco (agujereado a veces)
granito a granito. Aparte de ese fenómeno, en mi opinión hay dos
acontecimientos que han caído como una enorme losa sobre la sociedad española,
dejándola sin fuerzas y sin norte, debilitada y aturdida, sin capacidad de
reacción. Son el atentado del 11 de marzo de 2004 y la crisis en la que aún
estamos.
Los cerca de 200 muertos y casi 2.000 heridos o afectados de
Atocha obraron como un estallido sideral que abrasó la ilusión y la esperanza
de aquellas fechas preelectorales. Pero, si no me equivoco, lo verdaderamente significativo
y trascendente fue lo que vino después: la forma en que se desarrolló la
investigación de los hechos, presidida por un afán, enigmático, incomprensible,
de taparlo todo (empezando por la destrucción de los trenes, por ejemplo), y el
comportamiento judicial, no menos inexplicable, que culminó en un fallo
pasteleado; fue el cierre oficial de un caso del cual hoy, después de tantos
años y desgracias, no tenemos ninguna certeza real (otra cosa es la “versión
oficial”). El aparato del poder, de los tres poderes, o sea, todos los de
arriba, se cerraron en banda -y así siguen- para que no hubiera escape ni filtración posibles y
para que los ciudadanos no nos enterásemos de nada conducente al meollo. Top secret. Muchos españoles nos venimos
preguntando desde entonces por qué al mayor crimen de la democracia española -que cuenta con tantos- se le ha echado tal cantidad de tierra encima
y cómo es posible que se haya puesto de acuerdo tanta gente para hacerlo. ¿Tan
gordo es lo que había detrás, que no era aconsejable sino cubrirlo para que no
se descubriera ni un ápice? ¿Qué fue, quiénes eran? ¿Para quién y para qué actuaron? Interrogantes no resueltos,
de los que, de momento, hemos derivado una conclusión: hubo sujetos en la
sombra, personajes de enorme potestad, criminales de cuello blanco, a los que
todavía desconocemos y quizás no conozcamos nunca; y, peor aún, permanecen anónimos,
intactos, “operativos”, como suele decirse, para cualquier otra acción que
aconsejen sus intereses. Estallaron impunemente las bombas, se torpedearon todas las indagaciones, se silenciaron eficazmente todas las bocas… de rango, se borraron en las instituciones públicas el temor a la deshonra y el respeto a la moralidad. ¿No
es para sobrecogerse hasta la parálisis?
El otro suceso es la crisis. ¿Cómo es posible que se pase de
la prosperidad a la carencia y la pobreza casi en un abrir y cerrar de ojos? ¿Tiene
algún significado el que las únicas empresas en quiebra “rescatadas” hayan sido
los bancos, cuyos responsables se han hecho con jubilaciones millonarias? ¿Por
qué no las fábricas o los comercios… arruinados? ¿Por qué la solución, única al
parecer, pasa por la pérdida de independencia y el empobrecimiento de bastantes
países? ¿Por qué todo termina con gente sin hogar ni comida? Por último, y
sobre todo, ¿a qué se debe que todo esto ocurra en casi todo el mundo de manera
sincronizada? De nuevo nos sobreviene la imagen de que por ahí debe andar ese/a
o esos/as que mueven los hilos para aherrojar a la humanidad a través de los
políticos y de todos los que conducen la vida y el pensamiento (la opinión, la
visión de las cosas) de la sociedad. Y otra vez asalta la impotencia, la
tentación de pararse y no hacer nada, porque total para qué, la entrega en alma
y cuerpo al señor-que-todo-lo-puede, el cual, por si faltara algo a su deidad, es
invisible.
Creo que estos dos hechos, entre otros, han empujado al
país, a la gente, a un lugar situado a milímetros del punto en donde se saca la
bandera blanca de la rendición. O sea, la de mostrarse dispuesta a lo que sea, pues
lo mandan los que mandan. Yo, nosotros, los de a pie -piensan bastantes compatriotas- no
pintamos aquí nada.
Pido, por favor, que brote algún manantial de aliento, que
prenda alguna llama de ánimo, que vuelva el coraje y nos zarandee…, y que
espabilemos, antes de que sea demasiado tarde.