domingo, 30 de enero de 2011

"ES QUE QUIERO SACAR DE TI TU MEJOR TÚ"


          Hay un extraordinario cuento de A. Villiers de l’Isle-Adam (1838-1889), titulado “El tormento de la esperanza”, en el que se narran las últimas horas de un condenado por la Santa Inquisición. El infortunado personaje es el rabí Aser Abarbanel, que, liberado de las cadenas la noche anterior a la fecha fijada para arder en la hoguera, intenta fugarse, atravesando un largo corredor, en el que ha de sortear varios obstáculos, reales o imaginados por su aterrorizada mente (o tal vez preparados de modo expreso por los carceleros). Cuando llega a la puerta de salida y puede ya contemplar el cielo nocturno, aparece el Gran Inquisidor (o quizás aguardaba allí), lo abraza por la espalda y, “con un tono de dolorido reproche y la mirada desolada”, exclama:  ”¿Cómo, hijo mío? ¡Queríais dejarnos la víspera, quizás, de vuestra salvación?”.  En su última conversación con el desgraciado judío, le había explicado que el fuego podría servir como un bautismo que le abriera las puertas del cielo y le proporcionara la salvación eterna. Curiosamente, los responsables de ejecutar las sentencias del Santo Oficio se denominaban “redentores”.  Recomiendo la lectura de este relato, no sólo por el contenido de la historia en sí, sino también por su magistral construcción, modelo de lo que podríamos llamar “estructura de suspense”, de la que me propongo escribir otro día.
         
          Si la actitud y conducta del Gran Inquisidor son sinceras, podríamos resumirlas con una frase que escuché hace poco a un periodista radiofónico: su pretensión, generosa, paternal, no es otra que “salvar de sí mismo al condenado”, evitando que, equivocado, escape del fuego purificador. Con la expresión entrecomillada se refería el locutor no al fraile, claro está, sino a la intención del gobierno español de proteger a los ciudadanos españoles de una segura autodestrucción a causa del tabaco, mediante la promulgación de una ley muy restrictiva. Salvarnos, en suma, de nosotros mismos... Me pareció una denominación acertadísima.
         
          Las iglesias y las sectas tienen todas vocación de salvadoras, redentoras del ser humano, al que ven como imperfecto, malo, desviado, inclinado al pecado por naturaleza. La doctrina que predican contiene unos dogmas y credos que fundan una moral, cuya observancia lleva a los hombres a la conversión y conduce sus almas al paraíso tras la muerte. Pero algunos partidos políticos, cuando llegan al poder, se parecen bastante a las organizaciones religiosas, aunque aparentemente estén muy alejados de ellas (porque suelen ser “la izquierda”), aunque renieguen incluso de los principios, de los planes y de las actuaciones eclesiales, y aunque “diu noctuque” los combatan. En realidad, la enemistad, la rivalidad, siempre se dan entre iguales, entre quienes pugnan por un mismo objeto y resultan, por lo tanto, incompatibles en un mismo espacio.

          La misión de los gobernantes y de los que aspiran a serlo debe limitarse, dicho de modo muy sintético, a hacer que los ciudadanos vivan mejor, es decir, sean más libres, cuenten con más posibilidades de acceso al conocimiento y al trabajo, puedan cultivarse y prosperar en aquellos aspectos que se propongan, lleguen a conseguir sus metas, haya justicia, etc., etc. Los “poderes” del Estado están para hacer las leyes y para hacerlas cumplir, nada más. Nadie espera, o debe esperar, de dichos gobernantes es que intenten hacer a los ciudadanos “más buenos”, que cae dentro de los cometidos de la religión, como decía antes, o que pretendan alterar su código moral. No están en las instituciones para catequizar a la población y sembrar en sus almas la flor de la virtud a través de decretos y normas. El Ministro del Interior no tiene como deber librarte del deseo de matar, sino sólo de que no mates y, si lo haces, de perseguirte y llevarte ante los jueces, etc.
         
          Y, sin embargo, yo, como el periodista, soy de la opinión de que nuestro actual gobierno quiere, basado en su ideario socialista, inculcarnos una moral, la que profesa, a través de una serie de medidas que tocan el campo de los valores y las creencias. No es el caso del tabaco, pues las disposiciones últimas, tal vez algo severas, caen legítimamente dentro de las medidas que los gobiernos toman en relación con la salud general. Pero sí va en la dirección que digo la legislación sobre el aborto, el matrimonio, la eutanasia, etc., y otras, lindantes con el soporte ético que sostiene a cada persona. Se ha redactado una normativa sin tener en cuenta que ni había una demanda social (creo que ni siquiera socialista), ni se había planteado al menos un debate en el seno de la comunidad nacional. Así, los argumentos para tales decisiones fueron “internos”, es decir, apelaban simplemente al carácter “progresista” de las disposiciones, independientemente de que comportaran o no alguna ventaja real para la nación o satisficieran peticiones de los ciudadanos. El fin es prohibir/establecer unas conductas que, a la larga o a la corta, lleven a insuflar en los ciudadanos el pensamiento subyacente, el “progresista”.
         
          No de otro modo ni con otro fin justifican las instituciones religiosas sus prescripciones: están o derivan del evangelio o del Corán o del libro que sea, en el que hay que creer ciegamente, por fe, o se fundan en unos dogmas indiscutibles, los “nuestros”, etc. Por esta senda, se puede llegar a matar a una persona para salvarla, como le ocurrió al pobre Aser Abarbaner, o como les ha ocurrido a tantos hombres y mujeres a lo largo de la historia, “sacrificados” para “salvar a la sociedad” (del mal corrosivo del desvío o la disidencia ideológica o política). Por otra parte, lo mismo que las iglesias, las organizaciones a las que me refiero condenan a quienes incumplen los preceptos, tachándolos bien de pecadores bien de “fachas”, según corresponda, sin derecho a participar de los sacramentos o de vida pública (recuerdo lo del “cordón sanitario” para yugular al PP), según corresponda, hasta que no se arrepientan y hagan propósito de enmienda. Hace unos años, en la primera legislatura de ZP, se reunieron una noche en un bar o restaurante, no sé, un grupo de destacados socialistas, después de presenciar el derribo de una estatua de Franco. En su euforia, alguien les oyó vanagloriarse de que ellos eran “los buenos” y los demás, “los malos”. Quiero subrayar los adjetivos empleados, muy elocuentes, alusivos a una condición moral y no a una capacidad o aptitud como políticos, por ejemplo.

          Sinceramente, creo que esto equivale a regar fuera del tiesto, porque no es una función política la de sacar del pecado al pecador, ni del error a quien se equivoca, ni de emprender acciones misioneras, ni de enviar a las calderas de Pedro Botero a nadie. Teniendo en cuenta, además, que los contenidos de la evangelización política provienen, por definición, de una visión parcial de las cosas, de una ideología particular, de una verdad sólo compartida por un grupo.
 
          Entiendo y acepto que los gobernantes hagan recomendaciones, sugerencias, que ofrezcan medios para mejorar la salud social, etc. Lo que no aprobaré ni respaldaré nunca es que me impongan porque sí los diez mandamientos que, sin mí, han escrito en sus tablas de la ley. Ni siquiera con el señuelo de que así seré más feliz, más solidario, etc., y no digamos, más “progresista”. Yo ya buscaré en el lugar y momento apropiados el catecismo que más me cuadre. No quiero profetas ni clérigos laicos en la Moncloa.

          Ni tampoco poetas, de cuyo lenguaje suelen también apropiarse los gestores públicos para ascender y mantenerse en el firmamento de las expresiones figuradas, de las seductoras metáforas sentimentales, y no bajar jamás al terreno de lo concreto, de lo cotidiano. Porque todavía no, pero veremos lo que tarda algún presidente o ministro, consejero, etc., en unir evangelio ideológico y lírica, y traducir la exclamación del Gran Inquisidor así: “Es que quiero sacar de ti tu mejor tú” (Pedro Salinas).

lunes, 24 de enero de 2011

"LO QUE SÉ DE LOS HOMBRECILLOS"

          Una de las cinco o seis creencias que componen la base de mi modesta filosofía personal de la vida es esta: “Todo lo que es de una manera, puede ser de otra”. La cogí de un colega que andaba interesado hace tiempo en cambiar la enseñanza. Me gustó y la retuve, ampliando su campo de aplicación. Y me está sirviendo, unida a otra, complementaria, que también tomé de alguien que ahora no recuerdo: “Este mundo es sólo uno de los posibles”. Tampoco creo que fuese invención suya. Tres o cuatro frases más sostienen mi pensamiento. Otro día tendré ocasión de mostrar algunos ribetes más.
        
          Por tal inclinación mía a ver borrosos los límites entre lo posible y lo imposible, lo real y lo irreal, lo objetivo y lo subjetivo..., me gusta leer a Juan José Millás. Las dos últimas novelas, El mundo y Lo que sé de los hombrecillos abundan tanto en esa dirección, para mí inclinación natural, que en muchos momentos, mientras las estaba leyendo, o después, me imaginaba (creía) que me pertenecían como autor. De todos modos, no sólo la afinidad de enfoques existenciales, que me empuja a fundirme con Millás, a ser dos en uno, sino también la propia lectura, me hacen, en cierto modo, dueño del texto, tal como ocurre siempre en la comunicación literaria.

          El protagonista de Lo que sé de los hombrecillos (Barcelona, Seix Barral, 2010) resulta ser, así mismo, uno y dos a la vez. Es un catedrático jubilado, al que desde hace tiempo, desde que era niño, visitan unas miniaturas humanas, sin que haya averiguado por qué ni para qué, aunque puede comunicarse telepáticamente con ellas. Un día, los diminutos fabrican un hombrecillo idéntico físicamente al profesor. Es otro ser, pero también él mismo. Perciben los dos lo que está pensando, viendo, sintiendo, deseando… cada uno.

          Se trata de la conocida técnica de la creación de “otro yo”, del desdoble, muy conocida en la literatura y el cine, aunque no por eso agotada, según demuestra Millás. Unas veces es un trasunto positivo (“La Cenicienta”, por ejemplo) y otras, negativo (el doctor Jekyll y Mr. Hyde, entre otros muchos). Aquí le sirve al autor para plasmar la cruz y la cara de un personaje, las limitaciones que por esencia o por circunstancias sufre y, simultáneamente, su superación; la vida gris y la deslumbrante, las sombras y los gozos, etc.

          El arranque de la historia recuerda aquello que G. Rodari llamaba la “hipótesis fantástica”, o sea, “¿qué pasaría si…”? Millás supone que existen unos muñequitos humanos, que han acudido a casa del catedrático, por una especie de elección arbitraria, y que le han fabricado un doble, cuya existencia y la del original queda imbricada. A partir de ahí, el autor desarrolla un argumento, una intriga, que realmente atrapa al lector hasta el final. Sé que lo interesante en este tipo de relatos no es la figuración inicial, que casi sólo requiere un poco de imaginación, sino su aprovechamiento para desarrollar la situación y hacer una novela de calidad. Millás lo logra en esta y en otras obras suyas.

          Por eso, el lector disfruta. Y también porque contempla cómo un hombre mediocre, atrapado en una vida rutinaria, casi inútil, entra de pronto, sin pretenderlo ni pedirlo, ni tampoco esperarlo, en el más hermoso y extraordinario de los paraísos del disfrute, del deleite, donde se le ofrecen, casi sin contrapartida, como una recompensa inesperada, algunas de las mayores complacencias a las que puede aspirar un humano. Y todo, gracias a la duplicación sobrevenida.

          Mientras invito a todos los que gusten de este tipo de ficciones, de filosofía /psicología/antropología - ficción, a que lean la historia de los hombrecillos, espero ya con verdadero apetito la próxima ensoñación metafísico-literaria de J.J. Millás. Seguro que me mostrará otro mundo posible, donde se hagan realidad algunas de las cosas “imposibles” que siempre anhelé. Porque sigo, y aun me reafirmo, en la creencia de que todo lo que es de una manera, puede ser de otra , etc. 

jueves, 20 de enero de 2011

EFEMÉRIDES PERSONALES

           Dentro del ámbito de lo personal, el cumpleaños es seguramente la celebración conmemorativa más extendida hoy.  Antes, al menos en España, lo era el santo; ahora, no. Hay ya bastantes niños (y padres) que ni saben cuándo es “su día”, sobre todo si su nombre cae fuera del grupo de los tradicionales “José”, “Antonio”, “Mari Carmen”, etc. Por ejemplo, ¿conoce alguien la onomástica de los que se llaman Sergio, Fabián, Esther, Iván o Sandra?
          Este cambio y, en general, todo el calendario de festividades individuales o familiares tienen una clara inspiración comercial y apuntan a objetivos consumistas. Lo cual determina, además, que haya aumentado ostensiblemente dicho calendario: el Día del Padre, el Día de la Madre, el Día de los Enamorados, Despedida de Soltero/a, Bodas de Oro y de Plata… La razón no es otra que promover la compra de regalos y la organización de fiestas y banquetes, cada vez más caros y ostentosos. De paso, diré que me resulta curioso el olvido de la Mayoría de Edad o Puesta de Largo entre tales solemnidades. Quizás traduzca el progresivo retraso, en términos de ideas y comportamientos, del acceso a la etapa adulta y la consiguiente ampliación de la infantil y adolescente, de las que hablan muchos sociólogos y psicólogos como signo de nuestro tiempo.
          Sirvan tales comprobaciones como preámbulo de lo que en realidad quiero proponer: un cambio drástico de los criterios para la determinación de las efemérides personales más importantes.  Es decir, la revisión de lo que, según creo, merece la pena que cada uno celebremos, a lo largo de nuestra vida, como hitos verdaderamente importantes, auténticos. 




          El cumpleaños me parece que entra dentro de esta categoría. El nacimiento, la llegada a este mundo, constituye una referencia imprescindible y su rememoración, un motivo de alegría. Por varias razones: porque marca el arranque de nuestro periplo vital; porque sirve como factor para señalar el espacio de tiempo recorrido (en términos de años);  porque hace padres a los progenitores; y porque, como escribí hace algún tiempo, es digno de festejar el hecho de que las personas nazcamos.
          Otro acontecimiento llamado a celebrarse y luego conmemorarse es, opino yo, la culminación de una maduración corporal que nos otorga, definitivamente, la posibilidad física de ser padres o madres, junto con toda la serie de sensaciones e impulsos nuevos que llamamos pubertad. Por concretarlo cronológicamente, se trataría del día (o la noche) en que las niñas tienen su primera regla y los niños eyaculan por vez primera. Me parece a mí que ahí se sitúa el comienzo, hermoso comienzo, de una nueva etapa y no debe pasar como si nada. ¿Cómo se celebra eso? No lo sé, pero  -por suerte-  tendrá que ser de un modo aún no previsto por los patrones y propagandistas del consumo. Como casi todas las celebraciones que propongo.
          Antes, seguramente, muchas familias habrán encontrado momentos muy señalados en el progreso de sus hijos: los primeros pasos, el primer diente, el día que ingresó en la escuela, la primera palabra escrita o leída, el rito de iniciación religiosa según las diferentes creencias (bautismo, circuncisión, primera comunión, etc.). En cada casa se les dará mayor relieve a unos eventos que a otros, pero sin duda todos lo merecen. Y, como tales, deberían vivirlos.
          Más adelante, y por encima incluso del día de la boda, yo celebraría con verdadero fervor el día en que conocí a mi novia o esposa. El casamiento, que no siempre ocurre, parece más una formalidad sin tanta repercusión emocional y sentimental. Y menos, hoy día, en que los que contraen matrimonio han convivido ya como pareja algunos años, período cuyo inicio también podría entrar en la lista de festejos íntimos.
          Algunos éxitos profesionales tal vez deban convertirse, así mismo, en efemérides personales. El día en que se obtiene el título de… Secundaria o Bachillerato, de Técnico Superior en Electrónica o Médico; el día en que se alcanza un contrato fijo en la empresa o llega el ascenso anhelado, el día en que se aprueban unas oposiciones…
          Sinceramente, pienso que todos estos hechos son motivo de alegría y satisfacción, y justifican que se recuerden y se festejen cada año. De una manera sencilla, auténtica, interior, distinta y lejana a los costosos rituales que estamos acostumbrados a padecer (en los conocidos “BBC”: bodas, bautizos y comuniones), tan estereotipados, tan poco sentidos, como costosos y complicados de organizar. Todos los que he señalado, y algunos más seguramente (cada uno podríamos hacernos nuestra propia lista), poseen ese valor de lo que verdaderamente marca la vida de las personas y respecto a los cuales hay un antes y un después.
          Viene a pelo toda esta cavilación, porque no hace mucho que el mundo mundial -literalmente, no como exageración retórica- vivió desenfrenadamente la Nochevieja, momento supuestamente mágico, en que parece que ocurre algo trascendental, extraordinario,  el fin del viejo mundo y la explosiva creación de uno nuevo..., ¡yo qué sé! Confieso que yo permanezco totalmente indiferente, que las campanadas no me dicen nada, que no me pongo loco de alegría cuando veo que la última cifra de la fecha cambia… Que no ocurre esa noche nada que me deje auténtica huella. A no ser que suceda, por casualidad, alguno de los acontecimientos que en los párrafos precedentes he relatado.

lunes, 3 de enero de 2011

EL RESERVADO


          El reservado es uno de los más genuinos productos de la norma prohibitiva o de la situación de carencia. Por ejemplo, en la licorería:
     -  Se acabaron ayer los ribera-del-duero, don José. Pero le he reservado unas botellitas por si venía.
     -  Lo tendré en cuenta, Carmelo.

O en los toros:
     -  Ya sabes, Manué, quiero cinco donde siempre. Tú ya sabes.
     -  No se apure, don José. Esta misma tarde se las reservo, antes de que se pongan a la venta.

O en el bar de copas:
     -  Si le apetece, puede pasar al reservado. Qué buena compañía trae usted hoy, Don José.
     -  La mejor, Currillo, la mejor.

          Para cuando nadie, o poca gente, tiene posibilidad de acceder a un cierto producto, ahí están los reservados. Todo el que posee algo valioso, por minoritario, lo oferta y trata de obtener ganancia. Quien accede, persona generalmente de posibles, preeminente, se aprovecha y disfruta, más mientras más carestía existe. 


        
  A partir de hoy, seguro que bastantes dueños de bares, cafeterías, restaurantes, etc., están maquinando la creación de un reservado hasta ahora inexistente. Un nuevo rincón para los clientes distinguidos, un singular paraíso para la más eximia parroquia, un cuarto para que señoras y señores de empaque y fidelidad indubitada, etc., se entreguen al placer ya impedido: fumar mientras consumen. 

          La materia reservada (en cualquier sentido del término) y el lugar reservado han sido, tradicionalmente, motivos y escenarios ocultos para grandes pecados y perversiones, a cuyo atractivo se suma el dulce morbo de lo prohibido. A partir de hoy, la lista de tapados goces en lugares reservados ostenta uno nuevo: el relacionado con el tabaco. Ese cartón de cigarros de inencontrable y costosa marca, ese mazo de puros selectísimos, esa estancia casi en tinieblas,    donde inspirar la densa y gratísima humareda fuera de la vista de la policía o los chivatos, donde sorber lo vedado a la mayoría… Un nuevo placer múltiple, sito en el edén de lo escaso/ prohibido / reservado desde el actual 3 de los corrientes.

          El reservado es el espacio para la ilegalidad del rico. Los pobres deben contentarse con la austeridad, la abstinencia o la clandestinidad, en la cual apuran sus últimas o penúltimas caladas la clase media y el pueblo obrero, en espera de que la crisis les quite hasta los vicios.




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