jueves, 26 de abril de 2012

QUITO LA RADIO


                 Hoy, esta mañana, ha sido uno de los pocos días en que he quitado la radio a mitad del programa informativo que normalmente escucho. Un programa de los que suelen realizar ahora desde muy temprano y que incluye no solo noticias, sino también comentarios y tertulia. No he podido soportar más, me he venido abajo. Le he dado al power entre hastiado y deprimido.  Me sentía ya harto de tan machacona repetición del mismo tema, la economía de nuestro país; cuestión que va camino de alcanzar en frecuencia a otras dos, reiteradas hasta la saciedad: la mentira y la corrupción, de las cuales acusan ininterrumpidamente unos políticos a los del bando contrario. Estoy hasta la coronilla (diría, si tuviera aún coronilla),  de déficit, recesión, prima de riesgo, mercados, etc., etc. , de que “Fulano no dice la verdad y lo sabe” o de que “Zutano y Perengano están metidos hasta el cuello en una operación de trinque”…, de oír todo esto una y otra vez, y luego otra vez y otra vez… sin parar.
                 Todo cansa y algunas cosas, más. Como estas, por ejemplo, de las que no solo se habla sin parar, sino que siempre se dice casi lo mismo: que van fatal, cada día peor. Lo quel da lugar al desánimo, al agobio, a la desesperación… Es como si te recordaran cada minuto que estás al borde del precipicio, en la punta más alta de un acantilado, dentro de un avión averiado que desciende sin control…, a punto de caer y estrellarte.
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              La radio, así, no es buena compañía.  Con ese tono dramático y ese aire lúgubre, ya no comunica, sino zarandea, empuja, tortura, amenaza. No quiero más información, no quiero más actualidad de tal signo. Prefiero algo más asequible a un nivel de resistencia a la angustia medio, como es el mío, creo. Quiero salir de esta especie de cámara de gas donde me ahogaré si no abro alguna ventana por donde respirar oxígeno, aunque sea de mala calidad. Prefiero que, en estos momentos de postración nacional, me hablen de realidades tal vez menos trascendentes, menos decisivas, pero más consoladoras, más sedantes: la iglesia que han restaurado en Segovia, las victorias del equipo de fútbol femenino de Nosedonde, la cazuela de calabacín con chistorra que cocinan en el chiringuito Equis de Santoña, el traje de comunión del vigésimo hijo de Julio Iglesias, etc., etc.  Sugiero que, al menos, combinen el condimento dulce con el agrio y alrededor del duro hueso encontremos los oyentes un poco de jugosa carne.  O que, cuando haya que tratar de lo desagradable, se exprese con los términos menos descarnados posible. O que encarezcan lo bueno que también ocurre en la economía y en la política.
                A mucha gente no nos interesan demasiado los temas frívolos, más bien poco, poquísimo. Si los pedimos y atendemos  a ellos, es por exclusión, para no dejar hueco a los otros , funestos, mejor dicho, al  insistente dale que dale de los otros. Y porque podemos… manejarlos,  criticarlos, poner de vuelta y media a los protagonistas o a los medios que cuentan las historias, o bien alabarlos hasta el infinito…, sin que pase nada ni quedemos motejados de antipatriotas, de progres o de carcas… y encima nos surja mala conciencia; y sin que se hunda el mundo por el simple hecho de que sucedan o dejen de suceder; sin que todo espacio informativo nos coloque encima la espada de Damocles. No queremos encontrarnos en situaciones límite cada cuarto de hora.
               No voy a exigir a los medios que sean una feria y que me alegren la vida; pero sí que, por lo menos, no me la fastidien más de lo que ya está. Que me distraigan un poco, entre una y otra noticia aciaga, relatada de forma austera; que me hagan olvidar, mientras salgo a la calle y compruebo, quiera o no quiera, que han cerrado un comercio más y que sestea en el parque una decena más de jóvenes en paro. Les haré un ruego general en los términos de una de las conocidas máximas comunicativas de Grice: llegados al punto fatídico, “sean ustedes todo y sólo lo informativos que deban ser”.  Queremos estar enterados de lo que pasa, pero no más de la cuenta.

viernes, 20 de abril de 2012

LAS CALLES DE MI PUEBLO (V): ¿QUIÉN TENDRÍA ESTAS OCURRENCIAS?


               Uno de los temas que primero me interesó teclear en los inicios de este modesto blog fue el de las calles de mi pueblo, mejor dicho, del nombre de las calles de mi pueblo (*).  Ahora, después de tres años y pico, vuelvo a percutirlo. ¿Por qué? ¿Quedó incompleto, tras cuatro entregas? Una cuestión como esa nunca está acabada, no porque el número de calles sea infinito, aunque a menudo se abren algunas nuevas, sino porque siempre cabe sacarle una punta nueva, descubrir un rincón o un recodo, unos balcones, una terraza, unas farolas… Regreso a las calles sencillamente porque he conseguido el plano actualizado de la localidad, con los nombres de las vías más recientes. Y hay algunos que tiran de espaldas.
               Por ejemplo, muchos de los que insisten en el desafortunado principio antroponímico. Uno de los peligros de esa postura consiste en seleccionar nombres muy poco familiares a los vecinos, si no totalmente desconocidos. Ocurre en las urbanizaciones de última construcción, que se concentran en la zona oeste, por detrás de “Santa Catalina” y “Torre Hacho”. ¿Quién sabe algo de Francisco Barrero Baquerizo, quién de Bernardo Simón de Pereda, quién de Mariano Beltrán de Lis, quién de Catalina Téllez, quién de Hipólita Narváez, por ejemplo? Pues todos tienen su calle allí. Otros tal vez les suenen a unos pocos, muy pocos, como demuestra el que los bautizantes hayan creído conveniente anteponer al nombre del elegido (generalmente, y para más inri, antiguo) su profesión o arte: “Pintor Bartolomé de Aparicio”, “Arquitecto Melchor de Aguirre”, “Retablista Antonio Primo”,  “Alarife Martín de Bogas”, “Escultor Diego Márquez”…, aunque muchos lugareños, como yo, lo confieso, ni así los sacamos. Sirvan estas dos relaciones nominales como muestra de errados acuerdos del ayuntamiento, en cuyo “debe” los incluyo.

               Pero hay más. Las rúas que, igual que el niño que nace feo o tiene la mala suerte de que sus padres le pongan Vistremundo, han sido condenadas, oficialmente, a nombres como “Regulares de Melilla” (¿tal vez para hacer simetría con el de Avenida de La Legión, donde vivo, de finales del franquismo?), “Constitución de 1883” (“-¿Dónde vives?  –En la calle ‘Constitución de…’, yo qué sé, nunca me acuerdo del año”)…, entre otras.

               Están, por último, las que pueden levantar discusión y polémica. Así, la que se llama como uno de los alcaldes de la época actual, “José Mª González”, por el hecho de que fue él el primero de la democracia (también ejerció como el último de la Dictadura, pero eso no…); en su contra tiene, aparte de los supuestos errores o deficiencias de gestión (que, no lo sé, pero algunos habría), el que militó en más de un partido político y, por ello, no atrae  -supongo-  respaldo unánime de la comunidad, como debe toda persona que se eleva al rango de titular de una avenida, plaza, institución, etc.  También puede originar división la efemérides “28 de febrero”, pues no todo el mundo  -según se está comprobando en estas últimas fechas-  está de acuerdo con la opción autonómica (me recuerda aquellas calles y barriadas denominadas “18 de julio” en recuerdo de la conocida y desgraciada gesta del 36).
               No por diferencias políticas, pero sí por la misma falta de aceptación universal, pues el ejercicio de su profesión y su trayectoria vital, con luces y manchas, como todo lo humano, transcurrieron hace no más de una década o dos, y está muy fresco el recuerdo, no creo acertados los de “Doctor Ricardo del Pino” o “Remedios Tomás”, entre otros. Además de ese problema, está la duda sobre si su labor o su personalidad poseen la excelencia y relevancia suficientes.
               Por todo ello, como en los juicios, condeno a quienes tuvieran semejantes ocurrencias a…, bueno, dejémoslo en ser olvidados para siempre y no figurar en ningún mosaico de esos en los que están escritos los nombres de las calles de mi pueblo.

martes, 10 de abril de 2012

"LIBERTÉ, EGALITÉ..." EN LA PESCADERÍA


               “Liberté, Egalité, Fraternité”.  Este es el lema de la República Francesa, una especie de eslogan, que hoy, al leerlo por ejemplo en sus euros, relacionamos, de forma algo desenfocada, con la Revolución de 1789. Es, en todo caso, emblema de la modernidad. Tres palabras y un solo deseo, tres conceptos y una sola meta, tres propuestas y una sola utopía, tres personas distintas y un dolo dios verdadero. Si yo tuviera que hacer una teología revolucionaria a partir de esa moral condensada en tres vocablos y debiera luego simplificarla en un catecismo, prensaría la frase y elevaría a dogma supremo la libertad, ese derecho supremo después de la vida.
/2011/01/liberte-egalite-fraternite.html
               La libertad es el supuesto de la igualdad, la justicia, la fraternidad… Sinceramente, prefiero luchar por la libertad del individuo y de la colectividad antes que por la igualdad y la fraternidad. Siendo libres, podemos aspirar a buscar la justicia. Si vivimos como esclavos, ¿de qué sirve que nos consideremos iguales y hermanos en el dolor y la humillación? De casi nada. La libertad es un objetivo que se persigue en exclusiva, ningún otro lleva a él; en cambio, arrastra a otros una vez alcanzado.
               En estas reflexiones sobre la “liberté” ando a menudo. Y un día, participando en una situación de lo más ordinario, vino a mi encuentro la “egalité”. Más de una vez he confesado que soy el comprador titular de mi casa, de mi reducida familia; el que va al mercado, el “agente de bolsa”, como suele decirse ahora irónicamente. Ocurrió una mañana de sábado en la pescadería. Por azar, coincidimos allí como clientes un médico especialista de aparato digestivo, un catedrático de universidad, algunas maestras y yo (catedrático de secundaria), junto a cinco o seis mujeres más, que tenían toda la pinta de ser amas de casa sin más. ¡Cómo han cambiado las cosas!, pensé.  Hace unas décadas, era impensable ver a personas de muy alta jerarquía social y posición económica en una tienda. ¡Y menos, hombres! Cuando la pescadera, una chica muy joven, morena, de perfil, gesto y gracejo pantojiano, me preguntó qué deseaba, recordé algo que me había contado hacía unos meses y que en ese instante adquirió un nuevo sentido: puesto que el trabajo es de media jornada, muchas tardes se iba a “su campo” (una parcela con huerto y casa) a montar un caballo “de paseo” que tiene. De hecho, la pasada feria la vi en la jaca, ataviada con traje de campera. 
                Estuvo a punto de cerrárseme ahí un círculo conceptual: esto se ha nivelado, ya no hay clases, se han derrumbado las barreras, todos somos iguales…, se me vino a los bordes del pensamiento. Me descubrí en un tris de caer en la trampa de las apariencias, de tomar por realidad el espejismo.
                Parecen así, a menudo, limadas las diferencias, desaparecidas las distancias, pero solo lo parecen. ¿Por qué? ¿No lo muestran y confirman hechos objetivos, como aquella confluencia en la pescadería, con todo lo que eso supone y significa, de personas antes tan alejadas entre sí por escalones sociales y ahora prácticamente codeándose en un palmo de terreno y de espacio social? No. Que el médico vaya a comprar pescado en vez de irse a su finca, que el catedrático se quite la chaqueta y la corbata y coja su carrito de la compra, que la pescadera cambie el delantal por la chaquetilla corta y la cofia por el sombrero cordobés, las katiuskas de goma por las botas de Valverde…, algo es, pero muy poco.
               Como puede suponerse por lo que expresé al principio, entiendo que las personas somos  iguales cuando disponemos del mismo grado de libertad. De libertad interior, de libertad para analizar acertadamente y decidir sin coacción acerca de cosas tan importantes como el rumbo de la propia vida, de la libertad suficiente para hacer frente a la propaganda y el consumismo, a la progresía y a la telebasura, etc. Mientras tanto, las coincidencias serán superficiales, engañosas.
               Para mí está claro que la masa de los que fuimos aquel día al pescado era homogénea solo en esto, en el trajín de vender y/o comprar bajo un mismo techo. Nada más. Fuera, el horizonte de libertad real de cada uno y de cada una apuntaba a horizontes distintos en anchura y profundidad. El dinero que le faltaba al señor doctor para que su señora mandase a una de sus cinco criadas a la compra o el que le había llegado a la niña Pantoja para mercarse un elegante caballo, el bajarse los otros de la cátedra en busca de peces para comer, etc., representaban vedaderamente muy poco en términos de “egalité”. Y nada, por sí mismos, en clave de “liberté”.

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