viernes, 22 de agosto de 2008

Músicos de chatarra












Hoy van sólo fotos. Me compré estos dos curiosos músicos, realizados con tornillos y piezas similares, para hacer una serie de fotos que obraran como conjunto. Soy aficionado, sólo eso. Pongo aquí algunas de las que he tirado hasta ahora (o no he tirado, según se mire).



























































miércoles, 20 de agosto de 2008

LAS CALLES DE MI PUEBLO (III): "DOS CALLES APOCOPADAS"

Hoy le toca el turno a dos espacios urbanos que, por mor de su nombre, admiten, aplicado con ancha laxitud, el calificativo de “apocopados”. Como el lector sabrá, la apócope es un fenómeno lingüístico por el cual se suprime la parte final de una palabra: “san” de “santo” , “primer” de “primero” o, en la pronunciación coloquial, “mu” de “muy”, “pa” de “para”, etc. Los nombres que voy a mencionar, el de una calle y el de una plaza, son expresiones recortadas, cercenadas, mutiladas, como ocurre a los términos apocopados, aunque no se trata exactamente de eso, pues confieso que utilizo el concepto con mucha alegría. Diré ya que son la calle Obispo, o del Obispo, y la plaza de Castilla, o Castilla.

En cuanto a la primera, mucha gente recordará que su nombre anterior era “calle del Obispo Muñoz Herrera”. Le fue asignado en honor y recuerdo del prelado antequerano Juan Muñoz Herrera, quien rigió la diócesis de Málaga desde el año 1896 hasta su juerte, en 1919. Sin embargo, como era de esperar, ningún habitante, grande o chico, culto o menos culto, dice el nombre extenso desde hace tiempo, sino el abreviado, calle del Obispo, y nadie o muy pocos recuerdan la figura del eclesiástico evocada por la mención de la calle. Para quienes no sean de la localidad o lo ignoren, la vía de la que hablamos no es de categoría menor, dentro del contorno urbano de la ciudad: la transitan en abundancia peatones y vehículos, pues sirve de enlace entre la calle de San Pedro, muy próxima a la salida y entrada hacia o desde Málaga y Granada, y las plazas Fernández Viagas y San Francisco, o el Mercado Central de Abastos y sus alrededores, e incluso, yendo a pie, la Calzada. Además, en el período escolar, los alumnos (y los papás o mamás de los más pequeños) abarrotan la entrada al prestigioso colegio de los Hermanos de las Escuelas Cristianas. El porqué del triunfo de la variedad breve, calle del Obispo, que señala la dignidad y no los apellidos de quien la ostentara, es bastante fácil de entender, pues responde a la tendencia natural a la reducción y acortamiento de las palabras que presentan todas las lenguas, tendencia muy viva, sobre todo, en la modalidad oral coloquial. Está claro, además, que, habiendo en el pueblo una sola calle dedicada a un obispo, se prefiera la expresión mínima identificadora (por un principio obvio de economía designativa). A lo que no le encuentro explicación es al respaldo institucional al recorte, pues no quiero pensar que el simple hecho de ser un hombre de religión católica o el de su relación personal con Romero Robledo -que ni llegaba supuestamente al grado de amistad- o incluso el mero olvido popular del personaje basten para mutilar el nombre, disimular así la mención y reducir a la nada el homenaje que en su día se quiso tributar a un hijo de la localidad.

Por su parte, la plaza de Castilla no tiene trazas de apócope a simple vista. Únicamente si se sabe la historia de esta nominación, se comprende el paralelismo con la anterior. La plaza fue, hasta los años 60, si no recuerdo mal, un simple llano, más o menos cuadrado, abierto, igual que hoy, por dos costados, el que mira a la Plaza de Toros y el opuesto. La fuente que había en este lado aprovisionaba de agua a las familias de los alrededores, a base de cántaros, penosamente transportados, casi siempre, por las abnegadas amas de casa. La gente conocía, lógicamente, el sitio como el “Llano”. En él jugábamos los niños del barrio por las tardes y todas las ferias se congregaba una gran multitud para presenciar la quema de fuegos artificiales, que allí se producía. Recuerdo que muchas de las varillas de los cohetes caían en mi patio. Un año, la mañana siguiente a los fuegos, apareció un paracaídas pequeñito, en el cual había descendido, encantadoramente lenta, una de las llamitas de colores de la noche pasada. Ese paracaídas fue mi objeto preferido, pieza de mi tesoro infantil más preciada, durante mucho tiempo. Pues bien, creo que en los años 60, tal vez al final de la década, el Llano se convirtió en una plaza, a la cual se le puso el nombre de “Plaza de José Castilla Pérez”, personaje que en esos momentos era Gobernador Civil de Málaga. Como es natural, un nombre “tan largo” (en contraste, por cierto, con la estatura de la persona, que era visiblemente “corta”) y tan relacionado con una época y un sistema político, estaba poco menos que esperando la piqueta que lo demoliera. Curiosamente, no ocurrió la desaparición o sustitución, sino otro hecho, la desfiguración por mutilación, que es lo que me lleva al paralelismo apocopal con la calle del Obispo. En los primeros años de la democracia, cuando en muchas poblaciones se impuso un modo particular de ruptura con el pasado, cual fue la permuta de los nombres de calles y plazas (en mi pueblo también ocurrió, según veremos en otro artículo), el derribo de estatuas, etc., lo que hizo aquí el Ayuntamiento con la plaza fue extirpar el nombre de pila y el segundo apellido del Gobernador, para que quedase exclusivamente “Plaza de Castilla” y la memoria de una región española supliera así a la de un personaje y a la consiguiente rememoración histórica y política. De tal modo, el topónimo Castilla, que prácticamente constituye un universal denominativo en el callejero hispánico, ha hecho olvidar el mucho más estrecho homenaje a una autoridad política de quinta, sexta o séptima fila y ha contribuido, sin que fuera quizás necesaria la ayuda, a borrarla por completo de la memoria local. La verdad es que a nadie asombró el cambio, si es que alguien reparó en él, porque el alias popular era, desde hacía tiempo, “Plaza de Castilla” o “Plaza Castilla”. Ante hechos como este, me reafirmo en mi teoría, según la cual las calles, plazas, plazuelas, callejones, pasajes, instituciones, organismos… no deberían recibir nombres de personas, pues se hacen prontamente caducos. A no ser que se trate de figuras de importancia y calidad realmente extraordinarios, verdaderas cumbres de la historia, aceptadas unánimemente. Que son muy pocas, por cierto.

Así, pues, el nombre actual de la céntrica, hermosa y concurrida plaza, presidida por los “enamorados de La Peña”, es una especie de apócope, de origen popular también, como la calle del Obispo, según decisión colectiva y espontánea, no intencionada supongo, aunque respaldada y consagrada, siguiendo algún criterio o pauta políticos o ideológicos (más claros en un caso que en otro), por el Ayuntamiento.

Tal vez el lector esté pensando por qué no he metido en este saco la también apocopada calle Infante, la arteria principal del pueblo. La tengo en cuenta, pero trataré sobre ella en otro artículo, pues constituye un caso un tanto peculiar.

lunes, 18 de agosto de 2008

KONRAD


El título completo del librito que quiero comentar es este: Konrad o el niño que salió de una lata de conservas, muy conocido en los ambientes escolares y de animación a la lectura. En realidad, es un clásico de la llamada “literatura infantil y juvenil” y constituye, por lo tanto, una referencia dentro de este ámbito. Se publicó en 1975. Su autora es Christine Nöstlinger, escritora austríaca, que ganó el prestigioso Premio Andersen en 1984. Signo de la calidad, la popularidad y la aceptación del libro es el número de ediciones que ha conocido: la última en castellano es, si estoy bien informado, la número 45. Puede leerse gratis aquí: http://colegios.pereiraeduca.gov.co/instituciones/galeriadigital/Espanol/_Literatura/Doc_web/Libreria%20infantil1/sites/rincon/trabajos_ilce/konrad/sec_4.html

Un resumen del argumento, más o menos completo, aparece, entre otras muchas páginas, en esta: http://es.shvoong.com/books/476527-konrad-el-niño-que-salio/.Y reseñas y comentarios también se encuentran abundantemente en la red. Valoraciones las hay de todo signo; véanse estas dos muestras extremas, primero la negativa (que parece, curiosamente, de un niño o niña, cuyo “estilo” mantengo), luego la positiva (curiosamente también, de un adulto):


“el liBroo es una mierda,, a parte de q ni siqiera me entere de nada mientras lo leiamos en clase es bastante royo podia averse enroollado menos contando la historia me aburria demasiado eStuuviimoos un monton d tiempo leyendolo menos mal q ya lo hemos acabado xq estoy del puto libroooo hasta el ...” http://es.shvoong.com/books/476527-konrad-el-niño-que-salio/


“La cantidad de aventuras, situaciones y escenas en las que se mete la señora Bartolotti en su intento de lidiar con la crianza del niño, la forma en que el niño se va desarrollando en un entorno lleno de locuras (pero de muchísimo cariño), y el suspenso que generan los siniestros personajes de la compañía que envió a Konrad y que pretenden quitárselo a la señora Bertolotti, hacen de esta novela una de esas lecturas en las que no pasa una página sin que riamos, nos sorprendamos o simplemente apresuremos la lectura para llegar al siguiente capítulo. […] Bien, este libro ya tiene sus años, pero creo que es de esos libros que no vencen nunca. […] De hecho, leer este libro seguramente me hizo ser un niño un poco más feliz.” http://agaliletras.blogspot.com/2008/05/konrad-o-el-nio-que-sali-de-una-lata-de.html


Justo es decir que abundan las opiniones favorables, de personas a las que les encantó la lectura del librito.

A mí también me gustó mucho. El libro te atrapa y lo lees de un tirón. De hecho, yo me lo bebí de tres o cuatro tragos, mientras viajaba de Munich a Málaga, en cinco o seis horas, entre las de espera y las de vuelo. Los personajes son cándidamente encantadores, incluso los “malos” (los de la fábrica de niños) y las ocurrencias de la madre a la fuerza, las del niño, las de la vecinita, las del papá por acuerdo, etc., resultan muy divertidas… Y tiene su intriga, a partir del momento en que el niño, que ya es un ser querido e incluso admirado por los “suyos”, corre el riesgo de ser rescatado por la fábrica y reenviado a otro destinatario más juicioso. De todos modos, no me parece que sea un relato para niños menores de 12 años, y creo que me quedo corto.

Dicho esto, quiero centrarme en un aspecto concreto de la obra que es, por otra parte, muy ostensible. Me refiero al mensaje, a la visión de la vida que rezuma por todos los poros la historia. O, mejor dicho, a uno de los mensajes. Se evidencia a partir de un constraste muy marcado entre la personalidad de la madre y la del niño. Ella es el modelo antisistema, antinormas, antiformalismos, anticoherencia, anti… todo. Actúa por impulsos, según su santa voluntad, que casi siempre le dicta conductas contrarias a las habituales entre sus semejantes (“La señora Bartolotti tenía una lista completa de palabras que no le gustaban. Además de como es debido, formal, serio y metódico, no le gustaban propósito, razonable, cotidiano, instructivo, decoroso, comedimiento, costumbre, ama de casa, apropiado y pertinente.”, p. 50). En cambio, el niño es la encarnación del deber: no sabe lo que quiere, lo que desea, lo que le gusta…, sino sólo lo que ha de hacer (“-Konrad, no debes apuntar los nombres de los que salen de clase. / Pero Konrad movía la cabeza y decía:/ - Kitti, a mí no me gusta hacerlo, de verdad que no. Pero, cuando ellos hacen cosas prohibidas, mi deber es dar parte; lo ha dicho la profesora. ¡Yo tengo que cumplir con mi deber!”, p. 99); anhela aprender, en su nueva casa, cuáles son las nuevas leyes y principios, para ser obediente con ellos, porque esa es su forma de vida. Como sucede en los relatos, los demás personajes se alinean en torno a los dos citados: en el bando de la madre está la vecinita; en el del niño, su papá adoptivo (cuyo cariño le hace cambiar de opinión y de sector), los de la fábrica, la vecina…


A efectos de lo que quiere mostrar, no es imparcial la historia. Se le nota una simpatía por el bando más dado a la espontaneidad y lejano de lo convencional. Tanto es así, que, al final, la salvación del niño se debe, precisamente, la aplicación de esa filosofía, es decir, a la “reeducación” del chaval.


Konrad es, por esto que digo, un libro sobre la educación de la infancia, a partir de unos presupuestos bastante rousseaunianos y de tinte libertario. Y, como tal propuesta pedagógica, constituye una especie de manifiesto sobre el mundo y la vida. Se entiende que la sociedad “actual”, a través de los sistemas educativos (formal e informal), es una fábrica de crear niños como en latas de conserva, artificialmente elaborados para la docilidad y la obediencia a unos mandamientos interesadamente dictados por los dueños del cotarro. Hay, pues, que destruir, romper los muros que coartan la libertad, que prohíben la disidencia, que cierran la puerta a la opinión individual, que esconden la peculiaridad y la diferencia, que ahogan la imaginación, la fantasía, la creatividad, que visten de etiqueta y depravan lo natural y lo auténtico… Hay, en una palabra, que derribar lo construido por esta cultura inhumana, prosaica, injusta, opresora, castradora…En la página 118 de la novelita dice cuál es el método, o sea, cómo hay que “reeducar” (literalmente, “adiestrar”) al niño.

Yo pongo en conexión este pensamiento, así resumido, con ideas que entre los años 50 al 80, aproximadamente, tuvieron gran aceptación en Europa y que resumen eslóganes muy claros y emblemáticos, como “Changer la vie”, “La imaginación al poder”, “Haz el amor, no la guerra”, o en fenómenos contraculturales como el movimiento hippie, o hechos como la escuela de Summerhill (aunque se fundó mucho antes) o la publicación de la Gramática de la fantasía de Rodari… En España coincidió su expansión con la transición política, momento muy apropiado por cierto, por ser la primera fase (la más “romántica”) de salida hacia la democracia, imaginada entonces como panacea para el logro de la libertad total.

Hoy, en la primera década del siglo XXI, hay ya mucha gente de vuelta. O sea, decepcionada. Aquello era bonito, pero no funcionó. Era una hermosa teoría. Y ninguna teoría puede explicar globalmente la realidad ni, mucho menos, servir como principio de actuación en ella. El hombre, la sociedad, el arte, la técnica, la naturaleza… son hechos de una complejidad tal, que no caben en ninguna interpretación particular, unívoca. Y mucho menos, si, como es el caso, más que una construcción teórica, esa filosofía de la vida latente en el librito es de filiación más sentimental que conceptual, más idealista que práctica. Creo que nadie piensa que hay que orientar la educación de los niños dejándoles hacer (los resultados están ahí), ni que la poesía o el arte deban marcar la pauta para la acción política o para la actuación práctica, ni que haya que derribar todas las fronteras, materiales y morales, ni que todo lo de antes tenga que ir al estercolero… Esto es ya una antigualla.

Actualmente, el ecologismo, el pacifismo, la antiglobalización, la libertad sexual… pueden considerarse, junto a otros, los herederos más constructivos y apreciables de aquellas posiciones. También han producido excrecencias, y me atrevo a considerar una de ellas la llamada “actitud progre”, que, en España al menos, aún persiste y funciona como máscara social y política de personajes y grupos (muy señeros e influyentes, por desgracia) que pretenden parecer progresistas, sin serlo ni haberlo sido nunca.

De todo ello, extraigo una conclusión. La resumo en un par de frases, con las cuales también termino: Konrad es una obra que, a fuerza de ser moderna, me parece ya antigua. Es una historia linda, pero anacrónica.

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