miércoles, 20 de agosto de 2008

LAS CALLES DE MI PUEBLO (III): "DOS CALLES APOCOPADAS"

Hoy le toca el turno a dos espacios urbanos que, por mor de su nombre, admiten, aplicado con ancha laxitud, el calificativo de “apocopados”. Como el lector sabrá, la apócope es un fenómeno lingüístico por el cual se suprime la parte final de una palabra: “san” de “santo” , “primer” de “primero” o, en la pronunciación coloquial, “mu” de “muy”, “pa” de “para”, etc. Los nombres que voy a mencionar, el de una calle y el de una plaza, son expresiones recortadas, cercenadas, mutiladas, como ocurre a los términos apocopados, aunque no se trata exactamente de eso, pues confieso que utilizo el concepto con mucha alegría. Diré ya que son la calle Obispo, o del Obispo, y la plaza de Castilla, o Castilla.

En cuanto a la primera, mucha gente recordará que su nombre anterior era “calle del Obispo Muñoz Herrera”. Le fue asignado en honor y recuerdo del prelado antequerano Juan Muñoz Herrera, quien rigió la diócesis de Málaga desde el año 1896 hasta su juerte, en 1919. Sin embargo, como era de esperar, ningún habitante, grande o chico, culto o menos culto, dice el nombre extenso desde hace tiempo, sino el abreviado, calle del Obispo, y nadie o muy pocos recuerdan la figura del eclesiástico evocada por la mención de la calle. Para quienes no sean de la localidad o lo ignoren, la vía de la que hablamos no es de categoría menor, dentro del contorno urbano de la ciudad: la transitan en abundancia peatones y vehículos, pues sirve de enlace entre la calle de San Pedro, muy próxima a la salida y entrada hacia o desde Málaga y Granada, y las plazas Fernández Viagas y San Francisco, o el Mercado Central de Abastos y sus alrededores, e incluso, yendo a pie, la Calzada. Además, en el período escolar, los alumnos (y los papás o mamás de los más pequeños) abarrotan la entrada al prestigioso colegio de los Hermanos de las Escuelas Cristianas. El porqué del triunfo de la variedad breve, calle del Obispo, que señala la dignidad y no los apellidos de quien la ostentara, es bastante fácil de entender, pues responde a la tendencia natural a la reducción y acortamiento de las palabras que presentan todas las lenguas, tendencia muy viva, sobre todo, en la modalidad oral coloquial. Está claro, además, que, habiendo en el pueblo una sola calle dedicada a un obispo, se prefiera la expresión mínima identificadora (por un principio obvio de economía designativa). A lo que no le encuentro explicación es al respaldo institucional al recorte, pues no quiero pensar que el simple hecho de ser un hombre de religión católica o el de su relación personal con Romero Robledo -que ni llegaba supuestamente al grado de amistad- o incluso el mero olvido popular del personaje basten para mutilar el nombre, disimular así la mención y reducir a la nada el homenaje que en su día se quiso tributar a un hijo de la localidad.

Por su parte, la plaza de Castilla no tiene trazas de apócope a simple vista. Únicamente si se sabe la historia de esta nominación, se comprende el paralelismo con la anterior. La plaza fue, hasta los años 60, si no recuerdo mal, un simple llano, más o menos cuadrado, abierto, igual que hoy, por dos costados, el que mira a la Plaza de Toros y el opuesto. La fuente que había en este lado aprovisionaba de agua a las familias de los alrededores, a base de cántaros, penosamente transportados, casi siempre, por las abnegadas amas de casa. La gente conocía, lógicamente, el sitio como el “Llano”. En él jugábamos los niños del barrio por las tardes y todas las ferias se congregaba una gran multitud para presenciar la quema de fuegos artificiales, que allí se producía. Recuerdo que muchas de las varillas de los cohetes caían en mi patio. Un año, la mañana siguiente a los fuegos, apareció un paracaídas pequeñito, en el cual había descendido, encantadoramente lenta, una de las llamitas de colores de la noche pasada. Ese paracaídas fue mi objeto preferido, pieza de mi tesoro infantil más preciada, durante mucho tiempo. Pues bien, creo que en los años 60, tal vez al final de la década, el Llano se convirtió en una plaza, a la cual se le puso el nombre de “Plaza de José Castilla Pérez”, personaje que en esos momentos era Gobernador Civil de Málaga. Como es natural, un nombre “tan largo” (en contraste, por cierto, con la estatura de la persona, que era visiblemente “corta”) y tan relacionado con una época y un sistema político, estaba poco menos que esperando la piqueta que lo demoliera. Curiosamente, no ocurrió la desaparición o sustitución, sino otro hecho, la desfiguración por mutilación, que es lo que me lleva al paralelismo apocopal con la calle del Obispo. En los primeros años de la democracia, cuando en muchas poblaciones se impuso un modo particular de ruptura con el pasado, cual fue la permuta de los nombres de calles y plazas (en mi pueblo también ocurrió, según veremos en otro artículo), el derribo de estatuas, etc., lo que hizo aquí el Ayuntamiento con la plaza fue extirpar el nombre de pila y el segundo apellido del Gobernador, para que quedase exclusivamente “Plaza de Castilla” y la memoria de una región española supliera así a la de un personaje y a la consiguiente rememoración histórica y política. De tal modo, el topónimo Castilla, que prácticamente constituye un universal denominativo en el callejero hispánico, ha hecho olvidar el mucho más estrecho homenaje a una autoridad política de quinta, sexta o séptima fila y ha contribuido, sin que fuera quizás necesaria la ayuda, a borrarla por completo de la memoria local. La verdad es que a nadie asombró el cambio, si es que alguien reparó en él, porque el alias popular era, desde hacía tiempo, “Plaza de Castilla” o “Plaza Castilla”. Ante hechos como este, me reafirmo en mi teoría, según la cual las calles, plazas, plazuelas, callejones, pasajes, instituciones, organismos… no deberían recibir nombres de personas, pues se hacen prontamente caducos. A no ser que se trate de figuras de importancia y calidad realmente extraordinarios, verdaderas cumbres de la historia, aceptadas unánimemente. Que son muy pocas, por cierto.

Así, pues, el nombre actual de la céntrica, hermosa y concurrida plaza, presidida por los “enamorados de La Peña”, es una especie de apócope, de origen popular también, como la calle del Obispo, según decisión colectiva y espontánea, no intencionada supongo, aunque respaldada y consagrada, siguiendo algún criterio o pauta políticos o ideológicos (más claros en un caso que en otro), por el Ayuntamiento.

Tal vez el lector esté pensando por qué no he metido en este saco la también apocopada calle Infante, la arteria principal del pueblo. La tengo en cuenta, pero trataré sobre ella en otro artículo, pues constituye un caso un tanto peculiar.

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