martes, 10 de abril de 2012

"LIBERTÉ, EGALITÉ..." EN LA PESCADERÍA


               “Liberté, Egalité, Fraternité”.  Este es el lema de la República Francesa, una especie de eslogan, que hoy, al leerlo por ejemplo en sus euros, relacionamos, de forma algo desenfocada, con la Revolución de 1789. Es, en todo caso, emblema de la modernidad. Tres palabras y un solo deseo, tres conceptos y una sola meta, tres propuestas y una sola utopía, tres personas distintas y un dolo dios verdadero. Si yo tuviera que hacer una teología revolucionaria a partir de esa moral condensada en tres vocablos y debiera luego simplificarla en un catecismo, prensaría la frase y elevaría a dogma supremo la libertad, ese derecho supremo después de la vida.
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               La libertad es el supuesto de la igualdad, la justicia, la fraternidad… Sinceramente, prefiero luchar por la libertad del individuo y de la colectividad antes que por la igualdad y la fraternidad. Siendo libres, podemos aspirar a buscar la justicia. Si vivimos como esclavos, ¿de qué sirve que nos consideremos iguales y hermanos en el dolor y la humillación? De casi nada. La libertad es un objetivo que se persigue en exclusiva, ningún otro lleva a él; en cambio, arrastra a otros una vez alcanzado.
               En estas reflexiones sobre la “liberté” ando a menudo. Y un día, participando en una situación de lo más ordinario, vino a mi encuentro la “egalité”. Más de una vez he confesado que soy el comprador titular de mi casa, de mi reducida familia; el que va al mercado, el “agente de bolsa”, como suele decirse ahora irónicamente. Ocurrió una mañana de sábado en la pescadería. Por azar, coincidimos allí como clientes un médico especialista de aparato digestivo, un catedrático de universidad, algunas maestras y yo (catedrático de secundaria), junto a cinco o seis mujeres más, que tenían toda la pinta de ser amas de casa sin más. ¡Cómo han cambiado las cosas!, pensé.  Hace unas décadas, era impensable ver a personas de muy alta jerarquía social y posición económica en una tienda. ¡Y menos, hombres! Cuando la pescadera, una chica muy joven, morena, de perfil, gesto y gracejo pantojiano, me preguntó qué deseaba, recordé algo que me había contado hacía unos meses y que en ese instante adquirió un nuevo sentido: puesto que el trabajo es de media jornada, muchas tardes se iba a “su campo” (una parcela con huerto y casa) a montar un caballo “de paseo” que tiene. De hecho, la pasada feria la vi en la jaca, ataviada con traje de campera. 
                Estuvo a punto de cerrárseme ahí un círculo conceptual: esto se ha nivelado, ya no hay clases, se han derrumbado las barreras, todos somos iguales…, se me vino a los bordes del pensamiento. Me descubrí en un tris de caer en la trampa de las apariencias, de tomar por realidad el espejismo.
                Parecen así, a menudo, limadas las diferencias, desaparecidas las distancias, pero solo lo parecen. ¿Por qué? ¿No lo muestran y confirman hechos objetivos, como aquella confluencia en la pescadería, con todo lo que eso supone y significa, de personas antes tan alejadas entre sí por escalones sociales y ahora prácticamente codeándose en un palmo de terreno y de espacio social? No. Que el médico vaya a comprar pescado en vez de irse a su finca, que el catedrático se quite la chaqueta y la corbata y coja su carrito de la compra, que la pescadera cambie el delantal por la chaquetilla corta y la cofia por el sombrero cordobés, las katiuskas de goma por las botas de Valverde…, algo es, pero muy poco.
               Como puede suponerse por lo que expresé al principio, entiendo que las personas somos  iguales cuando disponemos del mismo grado de libertad. De libertad interior, de libertad para analizar acertadamente y decidir sin coacción acerca de cosas tan importantes como el rumbo de la propia vida, de la libertad suficiente para hacer frente a la propaganda y el consumismo, a la progresía y a la telebasura, etc. Mientras tanto, las coincidencias serán superficiales, engañosas.
               Para mí está claro que la masa de los que fuimos aquel día al pescado era homogénea solo en esto, en el trajín de vender y/o comprar bajo un mismo techo. Nada más. Fuera, el horizonte de libertad real de cada uno y de cada una apuntaba a horizontes distintos en anchura y profundidad. El dinero que le faltaba al señor doctor para que su señora mandase a una de sus cinco criadas a la compra o el que le había llegado a la niña Pantoja para mercarse un elegante caballo, el bajarse los otros de la cátedra en busca de peces para comer, etc., representaban vedaderamente muy poco en términos de “egalité”. Y nada, por sí mismos, en clave de “liberté”.

2 comentarios:

  1. Hoy ando algo confuso, me ha costado el dicernir.
    Hablamos mucho de libertad, muchísimo. Es un tópico en todas las conversaciones, pero tiene muy poco de lugar común.
    La libertad, como la religión o las creencias, son una respuesta individual, personal y hasta diferente en cada caso.
    A mi me humaniza más el concepto de felicidad y paz interior.
    De todos modos es un tema para que podamos vernos, estar un rato juntos y compartir ideas. (Como siempre, yo vampizaré un poco más, me aprovecharé de tu enorme caudal de sabiduría)

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  2. Siempre está la visión subjetiva, claro, de la libertad y de todo. Pero hay también una especie de consenso tácito sobre el mínimo imprescindible e irrenunciable, llamémosle "objetivo" por proceder de un acuerdo o confluencia de subjetividades. Saludos, amigo Urpiales, y mil gracias por tu visita y comentario.

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