El discurso del rey Felipe VI del pasado 24 de diciembre versó, casi en exclusiva, sobre un solo tema: el acuerdo, el consenso, el diálogo, el encuentro. En efecto, salvo una secuencia inicial, relativamente extensa, dedicada a la catástrofe ocurrida en Valencia y otras zonas cercanas, de nuevo aludida al final, la parte central y más extensa de la exposición estuvo dedicada a inducir a los españoles a que nos entendamos y lleguemos a acuerdos, como única y mejor fórmula para prosperar y alcanzar grandes metas.
Se entiende, así, que el grueso de la intervención real sea de carácter exhortativo, incitativo diría, para que en adelante desaparezca la controversia sistemática y el choque continuo. Naturalmente, tal alusión supone que, en opinión de Su Majestad, este es, si no el único, el principal problema que subyace en la forma en que se está desarrollando la vida del país, más que nada debido a una proyección de los modos que se estilan en el nivel político. Sabido es que la manera como se comportan los miembros de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial no deriva del modo de ser y de comportarse del pueblo, de donde proceden, sino que más bien ocurre al revés: gracias a los medios de comunicación escritos o audiovisuales, la política en sentido amplio, es decir, las autoridades en general destilan una pedagogía que finalmente llega a teñir la vida cotidiana de las personas, esto es, se va imitando hacia abajo y desemboca en la calle, los puestos de trabajo, la familia... De ahí que entendamos que la exhortación del rey debe verse dirigida a las alturas, a los que deciden desde el parlamento, ejecutan desde el gobierno, etc., para que sean ellos quienes cambien el modelo de disputa perenne y huera, y se inicie en ese nivel el diálogo, gracias al cual se modulan las posturas y se buscan principios de acuerdo sobre lo sustancial. Las palabras del monarca ―las haya escrito quien las haya escrito― son nítidas:
El consenso en torno a lo esencial, no sólo como resultado, sino también como práctica constante, debe orientar siempre la esfera de lo público. No para evitar la diversidad de opiniones, legítima y necesaria en democracia, sino para impedir que esa diversidad derive en la negación de la existencia de un espacio compartido [1].
En torno a dicho tronco temático, el discurso va refiriendo
varios de los asuntos que en este comienzo de cuarto de siglo más preocupan y
dificultan el día a día de los ciudadanos, sobre todo dos: la inmigración y
los problemas de convivencia aparejados, así como el acceso a la vivienda. No obstante, parece que se mencionan
con la intención de orientar la solución por la vía de los patrones ya citados
del diálogo y el consenso, o sea, que son como una excusa para volver al tema
principal, para reiterar la necesidad de que los primeros responsables «se escuchen unos a otros»:
Es importante, de nuevo, que todos los actores implicados reflexionen, se escuchen unos a otros, que se examinen las distintas opciones y que sea ese diálogo el que conduzca a soluciones que faciliten el acceso a la vivienda en condiciones asumibles, en especial para los más jóvenes y los más desprotegidos, pues esta es la base para la seguridad, el bienestar de tantos proyectos de vida.
Lo mismo ocurre cuando habla de la política exterior, el tercer subtema que se atiende:
En este contexto España y los demás Estados miembros de la Unión Europea, debemos seguir defendiendo con convicción y con firmeza, junto con nuestros socios internacionales, las bases de la democracia liberal, de la defensa de los derechos humanos y de las conquistas en bienestar social sobre las que se asienta nuestro gran proyecto político.
Como primera conclusión, la alocución del rey resulta a todas luces monotemática, pues insiste, machaconamente incluso, en la necesidad y urgencia de superar el estado de cosas presente, dominado por la falta de entendimiento o de voluntad de intentarlo al menos. Parece claro que constituye la más importante preocupación de la Corona:
Un pacto de convivencia se protege dialogando; ese diálogo, con altura y generosidad, que debe siempre nutrir la definición de la voluntad común y la acción del Estado. Por eso es necesario que la contienda política, legítima, pero en ocasiones atronadora, no impida escuchar una demanda aún más clamorosa: una demanda de serenidad. Serenidad en la esfera pública y en la vida diaria, para afrontar los proyectos colectivos o individuales y familiares, para prosperar, para cuidar y proteger a quienes más lo necesitan.
Creo que queda clara la sencilla radiografía temática que me proponía hacer del texto regio. A partir de aquí quiero enfrentar dicho texto al peligro de vacuidad al que me parece está abocado. ¿Por qué? Pondré un ejemplo de andar por casa ―nunca mejor dicho― para ilustrar lo que después explicaré. Supongamos que dos hermanos adolescentes se están peleando de continuo, con palabras y hechos, por las más variadas y triviales causas; no hay modo de que se traten bien, de que estén un minuto juntos, de que vayan y vengan al colegio en paz y armonía, de que tengan amigos comunes, de que cada uno se conforme con lo suyo y no desee lo del otro, de que dejen de acusarse ante el padre o la madre, etc., etc. Como es de esperar, los padres intervienen una y otra vez para que «no se maten un día de estos» o al menos para que la belicosidad tenga momentos de tregua y se disfrute de un benefactor sosiego de vez en cuando. Hablando hablando, un día acuerdan los atormentados progenitores tener con ellos una conversación seria, definitiva, sobre lo que ocurre, con objeto de que los niños comprendan que así no pueden seguir las cosas, puesto que son hermanos y lo que deben hacer es, como mínimo, respetarse, para ayudarse e incluso para divertirse, o al menos para no acabar enfrentados y cada uno por su sitio en cuanto sean mayores. En principio, los chavales parecen entender el problema e incluso estar de acuerdo con la necesidad de actuar de otra manera. Pero eso dura lo que dura un segundo. Una vez terminada la charla, cada uno piensa lo mismo: «Claro, es así, siempre estamos a la gresca. Pero por culpa de ese, que es que el que me insulta, me hace, no quiere / quiere, me quita, me engaña…». Y, los chicos vuelven, en un abrir y cerrar de ojos, a las andadas. La bienintencionada reflexión de los padres no sirve absolutamente para nada. ¿Solución? «Habrá que pensar otra cosa. ¿Castigarlos? Pero son ya mayorcitos…». Y se pasa a la fase de la desesperación.
Este es el cuento; que cada lector le añada el desenlace que se le ocurra. A mí me sirve para afirmar que tan poco útil como la reconvención de los pobres padres es, en buena medida, un discurso como el del rey Felipe. Ningún consejo, admonición, persuasión o, en definitiva, exhortación posee garantía de éxito si no se cumple alguna de estas dos condiciones: a) la posibilidad de que, de no cesar el período de combate, alguno de los contendientes, considerado culpable, o los dos, sufra merma o condena (el «castigo» en el caso de los niños peleones); b) un auténtico interés, un serio propósito de cambio por las dos partes. La difícil situación doméstica relatada nos dice a las claras que la condición (b) no se da y, por lo tanto, solo es viable la (a), según piensa, con alguna reticencia, el sector paterno.
Me parece a mí que no de otro modo sucede con la perorata de Felipe VI. Visto lo visto, pues no es el primer sermón a la clase política por parte del Jefe del Estado, no hay voluntad de autocrítica y de modificación de actitudes en los partidos (condición b) ni tampoco perspectiva de un potente correctivo (condición a), es decir, de un rebaje significativo de la cuota electoral, pues se suelen mantener con pocas oscilaciones los porcentajes de votos, dada la tolerancia de la ciudadanía hacia las conductas belicosas, a las que está habituada y que acepta, como consecuencia de un eficaz aprendizaje por imitación, según dije arriba.
Así es como queda hueca casi por completo la «filípica» que el rey, una y otra Nochebuena, se esfuerza en proclamar. Y pese a la solemnidad y engolamiento con que se emite por televisión y de las elogiosísimas exégesis de una buena parte de la prensa de tendencia conservadora y de partidos de idéntico talante, además del PSOE. La constancia del monarca parece digna de admiración y queda reflejada cuando, al final de su exposición, se despide en estos términos:
Que el espíritu de estos días de encuentro y
convivencia permanezca en el año nuevo y que tengáis —os
lo deseo, junto a la Reina y nuestras hijas, la princesa Leonor y la infanta Sofía— una muy Feliz
Navidad.
Sin embargo, la incapacidad de sus intervenciones para introducir en la vida pública alguna cuña de sensatez y calma resulta clamorosa. Se echan unos a otros la culpa de lo que, acertadamente, denuncia Felipe VI, pero nadie reconoce ser dueño ni siquiera de una parte de ella. Siempre es el otro.
Así es imposible armar un discurso que pueda tener algún resultado. Por desgracia, queda totalmente vacío antes de pasar al segundo folio. Una pena, pero el Jefe del Estado no está dotado políticamente para hacer otra cosa.
No debe ser grato recitar párrafos y párrafos, uno y otro año, compuestos de enunciados vanos, llenos solo de vapor que se esfuma. Pero esa es otra historia.
[1] Los párrafos citados del discurso están extraídos de
https://www.msn.com/es-es/sociedad-cultura-e-historia/vacaciones-y-festivales/mensaje-de-navidad-de-su-majestad-el-rey/ar-AA1wrmpY?ocid=BingNewsVerp
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