Últimamente, en muchas poblaciones de España, la mendicidad está dando paso a otra forma de pordioseo: me refiero a la busca y rebusca que todas las noches efectúan grupos de personas, generalmente emigrantes, en los contenedores de basura. Confieso que la primera vez que vi desde mi cómodo balcón a dos adolescentes levantar la tapa y meter en el contenedor, casi de cuerpo entero, a un niño que las acompañaba, me chocó enormemente. Para mí era algo inusitado, casi increíble .
Y sentí lástima. Y también, vergüenza. Desde entonces, he presenciado ya muchas escenas parecidas. No puede decirse que me haya acostumbrado y me dejen insensible, pero va formando parte de una cierta cotidianeidad. Por desgracia.
En cualquier caso, son situaciones que me hacen pensar. Y una de las conclusiones a las que he llegado es que no todas las mujeres y escasos hombres, jóvenes o mayores, que responden a la llamada del contenedor, lo hacen por sangrante necesidad, es decir, porque no tienen literalmente qué llevarse a la boca o qué ponerse para reservar su cuerpo. Me da la impresión de que no son pordioseros, de los de pedir limosna; no se les ve desarrapados, ni malnutridos, etc. Estoy casi seguro de que una parte, al menos, de ese personal hace lo que hace por motivos distintos a los que parecen. ¿Cuáles?
Suele venirme a la cabeza, muchos de los días en que veo a tan particulares exploradores, la imagen de la multitud que la jornada primera de rebajas entra en tromba y hace su particular toma de la Bastilla en tiendas, almacenes y grandes superficies, y se zambulle en los cajones, percheros y estanterías, a revolver las prendas, para ver qué chollo encuentra y aprovecharlo antes de que lleguen otros asaltantes.

¿Tiene algo que ver una situación con otra? ¿Es equivocado e incluso poco justo, o cruel, compararlas? No lo sé. Que me perdonen los aludidos, pero el caso es que las tengo asociadas en cuanto imágenes mentales.
Incluso otra más: un día, en la playa, había una furgoneta de una firma comercial, repartiendo viseras de cartón con el nombre de la marca publicitada. Lo hacía lanzándolas a puñados por los aires, hacia el grupo -la masa- congregada en torno al dadivoso vehículo. Pues bien, allí vi a adultos hechos y derechos, a señoras y señoritas de buen porte, darse empujones y codazos para conseguir una miserable visera.
Buscando una explicación, no sólo a los hechos que acabo de exponer, tal como yo los veo, sino también a la conexión que espontáneamente establezco entre ellos, únicamente encuentro esta: uno de los móviles que impulsan a los miembros de la actual sociedad consumista a determinadas acciones, es el que llamaré “síndrome de la oferta”. Lo defino, esquemáticamente, así: se trata de buscar (sin descanso) y conseguir (a costa de lo que sea) aquel producto (mientras más, mejor) cuyo precio sea lo más inferior posible al que tiene o tuvo en otro lugar, o al precio habitual, al precio correspondiente a la “calidad” del producto, real o aparente, etc. Es decir, el impulso incontenible por perseguir sin descanso la rebaja, la oferta, la oportunidad, la liquidación… No se trata del simple deseo de ahorrarse unas perras, que todos sentimos y obedecemos. No. Es una obsesión, una atracción irreprimible, sin motivo ni fundamento en la necesidad, la carencia o el interés. Es querer acaparar bienes de cualquier tipo, esto o aquello, haga falta o no, da igual, por la sencilla razón de que “ahora está barato”.
Semejante criterio de compra es el que da lugar y creciente auge a mercadillos, tiendas “de chinos” y “de moros”, o a las que en tiempos de la peseta se denominaban “todo a cien”, etc., muchos de los cuales están haciendo una fortuna. Se va a ellos a adquirir a mitad de precio, o menos, toda clase de artículos (hasta agua), sin mirar si la calidad está también menguada. Quiero reseñar, a tal propósito, que en uno de estos comercios próximo a donde vivo, están ahora “de rebajas”: ¿cómo se puede vender más barato lo baratísimo sin perder lo ganado con el precio “normal”? ¿No es porque atrae más a muchos compradores lo rebajado incluso que lo barato? Justamente, es un aspecto de la teoría que sostengo y una manifestación del “síndrome de la oferta”. Que, por cierto, también justifica la enorme aceptación y éxito que suele tener la subvención, correspondencia no comercial de la rebaja.
En un sistema basado en el consumo y donde el dinero es el instrumento esencial “de cambio” (aquello con lo que se compra), resulta bastante explicable la aparición del “síndrome de la oferta”. ¿Por qué? Señalo cinco motivos: 1) La rebaja hace que el consumidor crea que sale ganando, ganando dinero naturalmente, aunque pierda calidad. 2) Mientras más rebajado esté (o parezca que está) el producto, más dinero se gana o parece que se gana. 3) La experiencia, la vivencia “de ganar” es siempre placentera y lo justifica casi todo. 4) El ahorro que supone la rebaja del precio de lo adquirido permite consumir más, precisamente en la misma proporción en que esté o se vea disminuido el precio. 5) También genera placer y satisfacción en muchos consumidores/consumistas el hecho mismo de comprar, o sea, el comprar por comprar.
Llegados a este punto, ¿dónde queda, respecto al “síndrome de la oferta”, el ejercicio del repaso y expurgación, vespertinos o nocturnos, de los contenedores de basura, que han dado pie a mis reflexiones? Después de lo dicho, explicaría el fenómeno así: los yogures, salchichas y otros embutidos, conservas… que el supermecado deposita en su puerta para que quien quiera se los apropie, ¿no representan el ideal del que padece el “síndrome de la oferta”? Sí, porque su valor de ganancia para el “comprador” es el máximo, siendo su precio el mínimo, o sea, cero. Sacar las bolsas con lo invendible es lo mismo que efectuar la mayor oferta, la más extrema rebaja. Hablo de aquellos que se acercan a los desechos no por estricta necesidad, que será más de uno por desgracia, sino de aquellos que son ya enfermos del dichoso síndrome y lo hacen por placer y con morbo, una vez perdida la vergüenza y vencido el pudor consiguientes a ser vistos hozando entre restos y despojos.
Antes o además de la visita al contendor, hay otras formas y grados de padecimiento del síndrome, como los arriba nombrados y otros que se pueden imaginar. Inmersos como estamos todos en el consumo, puede que bastantes, sin saberlo, estén ya próximos a caer en las garras de la enfermedad. Sugiero, pues, para terminar, que nos sometamos a un sencillo autocontrol. Hay quien no puede dejar de visitar a “los chinos” dos o tres veces al día: ¿cuántas vamos nosotros -o quisiéramos ir- al día, semana o mes?