El
14 de diciembre de 2003, siendo Secretario General del PSOE José Luis Rodríguez
Zapatero, la facción catalana de este partido (PSC-PSOE) firmó un documento
junto con algunos otros de signo independentista o afectos a esa ideología
(Partit dels Socialistes de Catalunya, PSC-PSOE – Ciutadans pel Canvi Esquerra
Republicana de Catalunya Iniciativa per Catalunya Verds – Esquerra Unida i
Alternativa), que fue llamado «Pacto del Tinell», por haber
sido suscrito en el Salón del Tinell, dependencia del Palacio Real Mayor de
Barcelona. La mayor parte de dicho documento se refiere a la actuación de las
formaciones políticas catalanas y del govern.
Pero hay un pasaje, centrado en las relaciones con el PP, que dice así:
«Los partidos firmantes del presente acuerdo se comprometen a no
establecer ningún acuerdo de gobernabilidad (acuerdo de investidura y acuerdo
parlamentario estable) con el PP en el Govern de la Generalitat. Igualmente
estas fuerzas se comprometen a impedir la presencia del PP en el gobierno del Estado,
y renuncian a establecer pactos de gobierno y pactos parlamentarios estables en
las cámaras estatales».
Semejante
exclusión o veto del partido conservador, que no pueden calificarse sino de
absolutamente antidemocráticos, fueron conocidos posteriormente como «cordón
sanitario», o sea, barrera que el PP, como grave apestado, no debería traspasar
para así preservar a españoles de un grave contagio y de la muerte. Más
exactamente, que no se debería dejar al PP traspasar… ¡Tremendo!
Cito
este hecho y este documento porque, en opinión de muchos analistas y políticos
de vario credo, tuvieron una enorme trascendencia en la vida pública de nuestro
país. En primer lugar, impidieron negociaciones y posibles acuerdos entre los
dos grandes partidos de nuestra democracia: el PSOE y el PP. Todavía lo son,
con altibajos en el número de votos y escaños, pero aún persisten los mandatos
del Tinell, desde que fueron puestos en práctica inmediatamente. ZP, que así se
transformó en logotipo comercial el líder de los socialistas, y su discípulo y
seguidor Sánchez se han encargado de ello, aireando sin sonrojo y aun con
descaro y satisfacción la expulsión del PP y su condena sin remisión, debida al
único pecado de seguir una línea conservadora, indigna, según los atacantes, de
ser admitida en el ruedo de la democracia, donde solo tiene cabida la progresía,
es decir, «nosotros» (y «nosotras», claro). La última acción derivada de la
doctrina del Tinell ha sucedido estos días en Ceuta, donde el PP y el PSOE
locales habían alcanzado un acuerdo de gobierno y la dirección nacional, léase
Sánchez, ha prohibido la firma de tal acuerdo, para extrañeza de todos,
empezando por los propios socialistas ceutíes.
Todavía
recuerdo mi desconcierto cuando, después de la victoria de ZP sobre Rajoy en
2004, días después de los mal investigados atentados de Atocha, vi que no cesó ahí
el ataque mitinesco contra el partido derrotado, el tono agresivo, provocador,
el enojo, la belicosidad con que el ya investido presidente lanzaba invectivas contra
el que había sido rival, odiado rival eso sí, pero ya solo adversario rendido.
El jefe socialista fue incansable en sus arremetidas durante toda la
legislatura, cosa que a muchos chocaba e incluso aburría, pues no tenía al
parecer razón de ser. Pero, en realidad, si que había un motivo, o mejor dos: desprestigiar
y provocar a la derecha, o sea, instigarle a que respondiera a sus ataques, y también
encender la llama de la crispación, que es como se viene llamando desde
entonces la pelea, la riña constante, la reyerta permanente, el intercambio de
zarpazos verbales... en el circo político. Situación cuyo origen y causa
siempre se achaca «al otro», naturalmente. En una conversación privada de ZP
con un periodista adepto, al que se le había olvidado cerrar el micrófono,
aquel le dijo, más o menos: «Creo que conviene meter más tensión ahora».
Tensión es un sinónimo eufemístico, de los que tanto abundan en la contienda
que desde entonces ocupa horas y horas a demasiados de nuestros representantes.
El actual presidente, Sánchez, es fiel discípulo y continuador de ZP en lo que
toca a las maneras y modos de discurso político, en el que siempre, antes o
después, culpa a «la derecha y ultraderecha» de algo, lo que sea. Así, la
crispación, o como se quiera llamar, ha ido en aumento. Por citar a otro alumno
aventajado en la práctica del ataque arbitrario y desmedido, siempre interesado,
es el pintoresco joven Rufián, que incluso ha llegado a ser expulsado de alguna
sesión del Parlamento.
Esta
forma de relacionarse, tanto las personas como los grupos, no puede sino dar
lugar al odio, la repulsa, que es lo que exhiben muchos de los actuales integrantes
de la política en sus declaraciones y discusiones. Da igual que sean reales ―de
verdad sentidos― o simulados; para el caso es lo mismo. Las sesiones del
Parlamento son espectáculos estomagantes, donde, más que presentar propuestas,
proyectos, medidas… sobre los asuntos que interesan al país, se arrojan venenosas
víboras por las bocas ponzoñosas de sus señorías. El respeto, la escucha, el
diálogo, la negociación (acercamiento, cesión), la formación de alianzas, los
pactos… son imposibles en esta hora de España, en la que tan necesarios son,
sin embargo, los acuerdos «de Estado», como la educación, la justicia, la
sanidad, la actividad en el exterior, etc.
Un
efecto más de esa conducta dominada por los enfrentamientos y contraria a la
negociación y el consenso, prácticamente imposibles, es que prefigura un modelo
que se trasmite hacia abajo, que se imita en la calle, donde las posturas, las
ideas, las opiniones… no es que diferencien a los ciudadanos, es que a muchos y
muchas veces los enfrentan, los incomunican, los arrastran a la reyerta, la
escandalosa trifulca, por el más nimio desacuerdo. No se ve otro modo de
debatir.
Por
desgracia, el cuadro tiene mucho de salvaje.
Claudio
Repellón
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