En la jornada electoral
del 28 de octubre de 1982, el Partido Socialista Obrero Español obtuvo una
abrumadora mayoría, nunca superada: 202 escaños en el Congreso. Su líder,
Felipe González, sería presidente durante casi 14 años, casi cuatro
legislaturas. Todos los que tenemos edad para ello, recordamos a Felipe y
Alfonso Guerra asomados a la ventana del hotel donde se hallaban, abrazadas sus
manos en alto, siendo aclamados por la multitud. Esa victoria sacaba a la luz,
creo yo, el deseo de muchísimos españoles de otorgar el mando de la nación a la
izquierda, deseo contenido hasta entonces por el recelo, la inseguridad, el «miedo
a los rojos», que permanecían en la conciencia política de cientos de miles de
votantes, provenientes de la época franquista.
Desde
la noche del 28 O, la formación de Felipe y Guerra ha sufrido un proceso de
desgaste, durante el cual ha perdido respaldo (recordemos, como hitos
significativos, las mayorías absolutas del PP con Aznar y Rajoy), aunque ha
mantenido un suelo suficiente. Yo diría más: la población en general admite
todo aquello que suene a progresista con más facilidad que lo que huela a
conservador, a pesar de que en determinados momentos los errores de los
gobernantes socialistas hayan alimentado el voto a favor de la derecha, que tal
vez más de uno y más de dos votantes ha depositado con cierto sonrojo. Recuerdo
haber visto actitudes como de liberación, similares a los del preso que es excarcelado,
cuando Zapatero desplazó al partido popular del gobierno, y las mismas alegrías
al llegar su heredero político Sánchez. Se sabe que siempre ha necesitado el PP
mayor esfuerzo, más medios, más ingenio… que cualquier otro partido para conquistar,
retener o recuperar adhesiones en las urnas. Tanto quiere al PSOE el conjunto
de sus seguidores que están dispuestos a perdonarle todo, absolutamente todo,
desde el hábito permanente del engaño, el compadreo con los independentistas, aunque
sean tan ultraconservadores y huelan a rancio, y además pongan precios
exorbitados a su respaldo, la discriminación de bastantes autonomías a favor de
las catalana y vasca, etc. Todo se perdona, todo, y se olvida. El PSOE fue una
vez el amor prohibido y, luego, seguiría gozando durante un largo período del
recuerdo perdurable del aquel primer enamoramiento, cándido, ingenuo.
Por
si no bastara, el par Zapatero-Sánchez, aprovechando la tolerancia, el aguante
del partido, desnaturalizado en buena parte por ellos mismos y sus secuaces y
ensanchadas sus tragaderas hasta el infinito, ha hallado un modo de compensar
la pérdida de apoyo electoral, precisamente durante sus mandatos. Me refiero a
las alianzas con quien sea y a costa de lo que sea (total, lo van a pagar los
buenos españolitos) para subir al sillón de la Moncloa o no levantarse jamás de
él. Hablé de esta vergonzante práctica, hipócrita y deshonrosa, en otro escrito
reciente.
En la última jornada electoral, el caluroso 23 de julio, el total de escaños socialistas logrados en el Congreso solo se incrementó en uno, lo que viene a significar que, prácticamente, el partido mantuvo la cifra de 2019. Sin embargo, los dirigentes la celebraron como si hubieran ganado el Mundial de Fútbol ―cuando, en realidad, habían perdido claramente―, junto con sus aliados de extrema izquierda y, en el fondo, los que se saben y se consideran sus socios, independentistas y/o derechosos. También cantaron y bailaron, estoy seguro, miles de militantes y simpatizantes, nostálgicos, jovencitos, sanchistas y/o mantenidos, que, pese a todo, no desfallecen.
Claudio
Repellón
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