Si
afirmo que, como consecuencia de las elecciones del 23 de julio pasado, en el
congreso español hay un «mogollón» de partidos, peco quizás de hiperbólico, de un
poco exagerado, pero no de mentiroso. Sin contar al que lleva por nombre un
verbo de significado acumulativo, como es Sumar, donde existe acopio de más de
15, están las 2 grandes formaciones, el mediano grupo de Vox y otros 5 partidos
de reducido tamaño y viva aspiración independentista.
Esta
circunstancia no tendría gran trascendencia si no desembocara en un peculiar
reagrupamiento simbiótico a la hora de las decisiones. Ya se ha visto el pasado
jueves, día 17, en el que los nacionalistas de derechas e izquierdas se pegaron
como lapas succionadoras al PSOE, así como también el nuevo partido «de la
adición», cuando se procedió a la elección del presidente de la cámara y de la
llamada Mesa del Congreso. En el ala derecha fue menos espectacular la
asociación, pues solo añadió dos votos de otros tantos partidos al PP. El único
que careció de aditamentos fue Vox, que respaldó por su cuenta al candidato
propio.
Parece
que, durante la recién comenzada legislatura, unos veintitantos partidos
llevará colgados el Partido Socialista, pidiendo ser sostenidos y alimentados
de continuo por él, con consentimiento mutuo. No cesarán de pedir, pues,
conociéndolos como se les conoce, padecen un hambre infinita, insaciable; y el
partido que los ha adoptado, en extremo generoso ―a costa de la ciudadanía,
claro―, dará y dará ni él sabrá hasta cuándo. Decir sí a todo, satisfacer todos
los caprichos ―dinero, poder, amnistía, despenalización…― de los pequeños, a
los que lleva tiempo malcriando. Contentarlos como un auténtico padrazo, no privarlos
de nada. «No importa, pedid por esa boquita, bonitos míos».
Los
estudiantes tienen un término para apodar al maestro o profesor poco exigente,
que concede a los alumnos todos los recortes del programa que soliciten, toda
la vista gorda para errores en los exámenes o en preguntas de clase y, en
definitiva, el anhelado aprobado prácticamente general en junio. Es un tipo de
docente débil, condescendiente, blando, sin criterio ni carácter. Ese término
es «mogollón». Con un «maestro mogollón» (uso el masculino inclusivo), los
alumnos ―y sus padres― mandan, exigen, logran… Paradójicamente, lo desprecian
en el fondo, lo ridiculizan y repudian tamaña falta de personalidad, de
responsabilidad y de profesionalidad, como se dice ahora…, pero se aprovechan
de él hasta no parar.
Mogollón,
otra vez la palabra. En el sentido, ahora, del argot estudiantil le cuadra,
creo, al ya aludido PSOE, el actual, (auto)convertido en magnánimo protector de
tantísimos partidos ansiosos de ganancias, de favores. El PSOE mogollón,
incapaz de pronunciar en casa la palabra «no», salvo para defender a muerte a
sus hijuelos de los lobos externos, derechosos. Un ser dominado, sometido, sin
voluntad, sin otro rumbo y finalidad que ir tirando como sea…, no verse en la calle
abandonado, igual que el marido al que la esposa domina y explota, el llamado «calzonazos», una de las peores injurias, todavía, que
se puede proferir en este caso a un hombre. En política, el mogollón, el
calzonazos, en masculino o en femenino, solo aspira a mantenerse a costa de
regalar la luna, de renegar de la propia identidad si hace falta en favor de todo
aquel, quienquiera que sea, que se preste a levantarlo y sostenerlo en pie.
Claudio
Repellón
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