Por mor de unos chistes en una red social de unos políticos
madrileños, ha saltado a los medios y está en boca de mucha gente la cuestión
de la gravedad de tales tipos de historias, a las que otros califican de simple
“humor negro”, carente de toda malicia. Quienes así piensan, aducen que
gracietas como esas acostumbra a contarlas todo el mundo, surgen en todas las
reuniones festivas en familia o entre amigos, o bien en simples encuentros de
barra de bar, en los que no solamente no se castigan, sino que se retribuyen
con risas y hasta carcajadas.
Me parece a mí que, antes de valorar la aceptabilidad de dichas
manifestaciones supuestamente humorísticas, es necesaria una distinción, creo
que fundamental y determinante: no es lo mismo contar chistes racistas,
homófobos, contra la mujer o las minorías, favorables a la violencia, etc., en
privado, que hacerlo en público. Entiendo que el límite entre ambas esferas no
es absolutamente nítido, pero límite hay, como se aprecia en la diferencia
entre un contexto familiar y una red social o un medio de comunicación: aquel
es privado sin lugar a dudas y este es claramente público. Lo esencial de la
distinción no reside en el número de oyentes o lectores, sino en la naturaleza
del destinatario, en correspondencia con el canal de difusión, el escenario
material y social, etc., en que suceden los hechos.
La manifestación pública se dirige, virtualmente, a la
sociedad entera, pues lo que se declaró o narró en un pequeño círculo no
privado, puede extenderse y extenderse, e incluso en determinadas ocasiones saltar
a las redes, la prensa, etc., donde adquiere ya su auténtica dimensión social,
pues ningún ciudadano queda excluido en potencia de recibir el mensaje. Más
aún: la comunicación pública no solo se da en términos de generalidad, sino que
establece un compromiso entre quienes hablan (o escriben) y quienes escuchan (o
leen). El emisor se muestra y se define “coram populo”, firmando así un
contrato tácito, por el cual acepta ser considerado como sus manifestaciones
determinen, según los principios y normas éticas vigentes. En consecuencia, la
sociedad actuará de la manera que corresponda.
Las sociedades occidentales se fundan, entre otros, en los
llamados “derechos humanos”, cuyo valor como criterio de moralidad social es
indiscutible. Este valor pasa unas veces a las leyes y otras solo actúa como
patrón de legitimidad u honradez. En cualquier caso, si un individuo exhibe un
discurso y un comportamiento públicos, en los que se afrentan algunos de los
derechos humanos, que cimentan, como queda dicho, nuestra sociedad, es lógico,
esperable y justo que la sociedad lo señale, lo estigmatice y lo excluya, con
una reacción paralela a la ofensa. Esto es, como suele decirse, de libro.
En conclusión, no digo yo que vayan a meter en la cárcel a
Zapata, concejal madrileño triste y ampliamente conocido por sus chistes
públicos, ni a los demás tuiteros ahora elevados a la categoría de ediles. Pero
sí comprendo e incluso apoyo, basándome en lo expuesto, que se pida la dimisión
y se les descalifique y se les considere personas no aptas para ser representantes de
los españoles.
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