El acto de votar, o sea, de elegir a los representantes
políticos, es o debe ser una decisión racional, futo de la reflexión y la
meditación, del análisis de pros y contras, del estudio de las distintas
ofertas y programas, etc. No obstante, no siempre es una acción tan fría,
consistente en la valoración de datos, hechos y promesas. Muy frecuentemente, resulta
de una reacción emocional, una explosión pasional, en las que el comportamiento
del elector procede del enfado, el odio, el afán de venganza inmediata, o bien
de la euforia extrema, de la total identificación sentimental con personas o
símbolos, etc.
Se me han quedado en la memoria dos momentos de la España
actual en los que el ejercicio democrático de votar ha estado contaminado
emocionalmente, donde los electores han podido actuar ofuscados; los resultados
han sido los que han sido, y no otros, puede que por ese motivo, junto a otros
quizás. Me refiero a las elecciones generales del 14 de marzo de 2011 y a las
autonómicas y municipales de mayo pasado.
El infernal atentado de los trenes de Atocha del 11 de marzo produjo, como no podía ser de otra manera, una enorme conmoción en el alma del pueblo español, hasta el punto de dejarlo turbado, extraviado, llagado; le hizo concebir un odio y un afán de desquite y represalia, totalmente comprensibles. Bastó con que un político, aspirante a ganar en esos días, señalara como posible culpable al partido en el poder, para que el incendio interior de la nación se convirtiera en potente lanzallamas contra dicho partido, que, al final, perdió las elecciones. Tal vez nunca se sepa si en efecto fue por la explosión anímica causada por el terrible crimen colectivo de los trenes, orientada por dirigentes de la oposición. No se sabrá, creo, pues ni siquiera se sabe aún quiénes fueron los auténticos instigadores y ejecutores del desastre. Si los votantes se equivocaron o no es asunto discutible y discutido, aunque resulta innegable que el período histórico iniciado el día 14 de marzo en las urnas no fue precisamente un ascenso hacia el éxito, más bien al contrario. No sabemos si erramos aquel día, pero sí es seguro que los españoles no pudimos gozar de la necesaria serenidad para estudiar y sopesar, hacer balance y plantearnos el futuro, prescindiendo del borboteo emocional, que, como he dicho, suele nublar la vista, tanto si se mira hacia atrás como hacia adelante.
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El infernal atentado de los trenes de Atocha del 11 de marzo produjo, como no podía ser de otra manera, una enorme conmoción en el alma del pueblo español, hasta el punto de dejarlo turbado, extraviado, llagado; le hizo concebir un odio y un afán de desquite y represalia, totalmente comprensibles. Bastó con que un político, aspirante a ganar en esos días, señalara como posible culpable al partido en el poder, para que el incendio interior de la nación se convirtiera en potente lanzallamas contra dicho partido, que, al final, perdió las elecciones. Tal vez nunca se sepa si en efecto fue por la explosión anímica causada por el terrible crimen colectivo de los trenes, orientada por dirigentes de la oposición. No se sabrá, creo, pues ni siquiera se sabe aún quiénes fueron los auténticos instigadores y ejecutores del desastre. Si los votantes se equivocaron o no es asunto discutible y discutido, aunque resulta innegable que el período histórico iniciado el día 14 de marzo en las urnas no fue precisamente un ascenso hacia el éxito, más bien al contrario. No sabemos si erramos aquel día, pero sí es seguro que los españoles no pudimos gozar de la necesaria serenidad para estudiar y sopesar, hacer balance y plantearnos el futuro, prescindiendo del borboteo emocional, que, como he dicho, suele nublar la vista, tanto si se mira hacia atrás como hacia adelante.
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