Si yo fuera Rato, seguidor, lector y comentarista de este humilde blog, y amigo virtual (no sé si también virtuoso), diría que mi veraneo, finiquitado ayer, ha constituido un breve período lleno de innúmeras satisfacciones y alegrías. Pero, para no pasarme y que parezca que he estado como Curro en el Caribe o más para allá, destacaría tres gozos como tres soles, solo tres, pues ellos, más que otros, han compensado el desembolso económico, el trasiego de valijas, ese en el que siempre pierdes alguna cosicosa, la ropa al retortero...
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Playa junto al hotel "Playabonita" (Foto del autor) |
El primer alegrón se despertó en mí muy al principio y fue creciendo con las horas en la playa, horas muertas, en las que te dedicas a mirar y remirar, con la vista -únicamente en apariencia- perdida. Desde que, no con total complacencia, pertenezco al clan de “La Curva de la Felicidad”, suelo fijarme en mis correligionarios y compararme cuantitativamente con ellos o viceversa. Pues bien, estos días he podido comprobar con extremada complacencia, no advertir, sino comprobar, que muchos, muchísimos de los sesentones obesos próximos a mí, semidesnudos, portaban abdomen más dilatado, más generoso y más temblón que el mío. Me he percatado de que no hubiera sido tarea complicada elegir quince o veinte barrigas más amplias, más impúdicas, en la playita común. Así, al segundo día, dejé yo de estar acomplejado y he sacado desde entonces diariamente al sol la mía, no pequeña, aunque algo más retraída que bastantes bombos de mi entorno. Eso, compréndanme, es una emoción poco menos que prima hermana de la felicidad absoluta. No solamente porque te ves esbelto, airoso, juncal…, al menos comparativamente, sino sobre todo porque te puedes lanzar al cerveceo sin el más mínimo resquemor ni sentimiento de pecado. Tienes margen, holgura… ¡No soy como esos pobres desgraciados, piensas, cuyo bañador es la funda de un globo! ¡Cuyo perímetro es el del tapón de una alberca! Ay, mi querida y diminuta tripa.
El segundo regocijo ha venido producido por el recuento de niños que pululaban alrededor de sus agobiados padres y abuelos en mis proximidades. He recordado lo que es pasar unas vacaciones pendiente de tus queridísimos hijos, sobre todo en los momentos en que te increpan con crueldad y exigencia: “Papá, me aburro”, “Papá, vamos a jugar a las paletas”, “Papá…”, mientras el resto del género humano se distribuye por las terrazas de paseos marítimos y pide sofisticados cócteles o sencillos, pero exquisitos, helados. Mi prole veraniega es ahora mismo “cero”, señores, “ce-ro”. Lo mismo que mis ataduras, mis obligaciones, mis agobios… procedentes de ese cariño con que uno renuncia a todo y malgasta todo el tiempo del mundo en el cuidado de sus pequeños herederos (“Menos mal que lo único que poseo, diría el padre vengativo, son trampas, jeje, y no recibirán otra cosa estos malditos cuando yo me acabe”). Nunca he estado más alegre de ir de veraneo sin “la alegría de la vida” que ahora, cuando ellos han ido a regalar sus gracias a otros y otras, en cualquier otra parte. ¡Nadie que no la haya sentido sabe a qué sabe esta paz, esta bendita soledad!
Por último, un pequeño y gran placer. El agua de la playa ha estado todos los días más bien fresquita, como vengándose del calor y/o del bochorno que ha hecho en tierra. En tales circunstancias, sin pensarlo, se zambulle uno y todo el sufrimiento acaba. El cuerpo se nota inundado por una caricia de blando frescor y se respira hondo, lleno de agradecimiento. Pero fijaos: hay una parte del cuerpo especialmente sensible al frescor húmedo, tanto que, si solo en ella se notara la agradabilísima sensación, ya se daría el hombre por pagado: es la cabeza. Pero no cualquier cabeza, sino el cráneo mondo y lirondo del calvo. Como el mío, por ejemplo. Y aseguro que el paso del ardor a la frescura en la olla es algo que resulta absolutamente impagable. ¡Qué gusto, Señor, qué gusto!
Muy buen veraneo el mío, amigos, amigo Rato, ideal. Tal como os he contado, no he echado nada en falta. Por eso, termino diciendo, o sea, cantando como aquellos Aute/Massiel de mi adolescencia: “Estas son las cosas que me hacen olvidar / este mundo absurdo… ¡aleluya, aleluya!”.
El segundo regocijo ha venido producido por el recuento de niños que pululaban alrededor de sus agobiados padres y abuelos en mis proximidades. He recordado lo que es pasar unas vacaciones pendiente de tus queridísimos hijos, sobre todo en los momentos en que te increpan con crueldad y exigencia: “Papá, me aburro”, “Papá, vamos a jugar a las paletas”, “Papá…”, mientras el resto del género humano se distribuye por las terrazas de paseos marítimos y pide sofisticados cócteles o sencillos, pero exquisitos, helados. Mi prole veraniega es ahora mismo “cero”, señores, “ce-ro”. Lo mismo que mis ataduras, mis obligaciones, mis agobios… procedentes de ese cariño con que uno renuncia a todo y malgasta todo el tiempo del mundo en el cuidado de sus pequeños herederos (“Menos mal que lo único que poseo, diría el padre vengativo, son trampas, jeje, y no recibirán otra cosa estos malditos cuando yo me acabe”). Nunca he estado más alegre de ir de veraneo sin “la alegría de la vida” que ahora, cuando ellos han ido a regalar sus gracias a otros y otras, en cualquier otra parte. ¡Nadie que no la haya sentido sabe a qué sabe esta paz, esta bendita soledad!
Por último, un pequeño y gran placer. El agua de la playa ha estado todos los días más bien fresquita, como vengándose del calor y/o del bochorno que ha hecho en tierra. En tales circunstancias, sin pensarlo, se zambulle uno y todo el sufrimiento acaba. El cuerpo se nota inundado por una caricia de blando frescor y se respira hondo, lleno de agradecimiento. Pero fijaos: hay una parte del cuerpo especialmente sensible al frescor húmedo, tanto que, si solo en ella se notara la agradabilísima sensación, ya se daría el hombre por pagado: es la cabeza. Pero no cualquier cabeza, sino el cráneo mondo y lirondo del calvo. Como el mío, por ejemplo. Y aseguro que el paso del ardor a la frescura en la olla es algo que resulta absolutamente impagable. ¡Qué gusto, Señor, qué gusto!
Muy buen veraneo el mío, amigos, amigo Rato, ideal. Tal como os he contado, no he echado nada en falta. Por eso, termino diciendo, o sea, cantando como aquellos Aute/Massiel de mi adolescencia: “Estas son las cosas que me hacen olvidar / este mundo absurdo… ¡aleluya, aleluya!”.