En efecto, la historia se repite. Iba a decir inexorablemente, pero me lo callaré porque tal vez sea excesivo. Mejor me quedo con frecuentemente, periódicamente…, adverbios mucho más prudentes. Algo de los hechos que voy a referir en el párrafo siguiente, muy lejanos en el tiempo y en el espacio, parece que se ha repetido en la actualidad aquí mismo, en nuestro país.
Hubo un rey, de nombre Enrique VIII, que ejerció a su antojo en la isla llamada Inglaterra en el siglo XVI, desde 1509, cuando accedió al trono con 17 años, hasta 1547, en que murió. Fue un soberano en extremo autoritario, fiel practicante de lo que llamamos «monarquía absoluta». Se casó con la princesa española Catalina, hija de los Reyes Católicos y tía, por lo tanto, del emperador Carlos V (de Alemania y I de España). Por desgracia para la pareja, sobre todo para la esposa, durante los años que duró su matrimonio no tuvieron hijos que sobrevivieran, lo que significaba una gran contrariedad para Enrique, que deseaba a toda costa un varón que fuera su sucesor. En estas estaban cuando apareció por el palacio en 1522 una bella y atrevida dama, de nombre Anne Boleyn (Ana Bolena ), de la que se prendó el rey y quiso tomarla como amante; ya lo era de su hermana. Ella se negó y exigió ser esposa y reina. Solicitada la nulidad del casamiento con Catalina, el papa Clemente VII, a la sazón prisionero del emperador Carlos, se negó como modo de vengarse de él en la persona de la desventurada reina española de Inglaterra. Mal aconsejado, el joven rey no vio más salida que huir hacia adelante: deshacerse de la obediencia a Roma, hacerse proclamar cabeza de la Iglesia en su país y causar un cisma. Sería el origen de la denominada Iglesia Anglicana. No es que desobedeciera al pontífice romano en una norma puntual, es que rompió los lazos sacramentales que, como bautizado, lo unían a la institución católica, lo mismo que hizo Lutero. Clemente VII excomulgó al hereje y apóstata, pero a él ya le daba igual, pues campaba por sus respetos. Tanto que, cuando se hartó, hizo ejecutar a Ana Bolena y se unió a otra mujer, luego a otra y otra, hasta seis, con algunos repudios y una condena a muerte más. Para eso era el rey de la nación y el jefe de la iglesia allí implantada.
La historia
tiene más detalles y matices, pero no quiero entrar en pormenores ni extenderme
mucho. Destaco dos circunstancias que me servirán después para hacer un
paralelo con nuestro tiempo. Primero, queda clarísimo como el agua que Enrique
VIII no se guiaba más que por su santa ―es un decir― voluntad, situada por
encima de todo y de todos. Obraba de acuerdo con sus intereses y sus deseos,
incluso carnales. No pocos asesinatos, cubiertos con el falso manto de la
legalidad, como condenas por traición, respondieron al puro capricho, por no apoyar
pretensiones: el caso de Thomas More (Tomás Moro, reconocido después como santo por la Iglesia Católica y por la
propia Anglicana) es muy conocido. En segundo lugar, está la ruptura con la Iglesia
Católica (apostasía), la usurpación de la autoridad papal (delitos infames en
la época), la confiscación de los bienes de las órdenes militares y religiosas,
etc., arrastrado por un objetivo erótico y un empeño político personal:
consolidar en el poder a su dinastía, la de los Tudor, mediante un heredero
varón. Contrasta sobremanera con todo ello y deja en evidencia las verdaderas
intenciones del rey inglés, lejanas a la teología y a la moral, el hecho de
que, poco antes del largo proceso para deshacer su primer matrimonio y de su
disidencia religiosa, fuera considerado un ferviente católico que incluso llegó
a publicar el libro Assertio
Septem Sacramentorum (Defensa de los siete sacramentos),
gracias al cual fue reconocido en 1521 con el título de Defensor Fidei por el papa León X. En esta obra defendía el
carácter sacramental del matrimonio y la supremacía del Sumo Pontífice, y fue
vista como una importante muestra de oposición a las primeras etapas de
la Reforma Protestante, especialmente a las ideas de Martín Lutero.
Nos saltamos cinco siglos y llegamos al XXI. En nuestro país, un presidente del gobierno que ya intentó ser elegido para la Secretaría General de su partido mediante pucherazo en 2016 (recordemos la urna de detrás del biombo, https://www.larazon.es/espana/el-fallido-pucherazo-de-sanchez-con-unas-urnas-sin-control-provoco-su-caida-FA13648951/), ha accedido a la continuación en el cargo de una manera muy particular. En efecto, tras las elecciones del 23 de julio de este año de 2023, en las que el ganador fue el Partido Popular, este señor ha pactado con todo Cristo (conservadores, independentistas, filoetarras) con el único y exclusivo fin de conseguir unos cuantos votos, 7 (aunque solo eran necesarios 5), en el Parlamento para ser presidente del gobierno por segunda vez. Pero no para ahí la cosa: esos votos no los han dado gratis los partidos requeridos, sino que, al menos en el caso catalán, y de momento, se encaminan a comprar, después del indulto y la reforma del Código Penal a su favor, una ley de amnistía para los condenados (y huidos) por su actuación en el procés, ley inconstitucional según la opinión de la mayoría de los juristas, la condonación de 15.000 millones de euros de la deuda con el Estado y una serie de concesiones actuales y futuras, conducentes, seguramente, a la independencia. En muchos medios se ha venido hablando de que el mencionado presidente ha vendido la unidad de España y la igualdad de los españoles para lograr su meta personal de seguir en la Moncloa, desechando otras posibilidades como un acuerdo con el PP para el respaldo a Feijoo, el ganador en julio, mediante la emisión de votos o con la simple abstención. Por último, quiero reseñar un hecho destacado, que ningún español desconoce: el de que hasta el 21 de julio, último día de campaña electoral, estuvo proclamando el entonces candidato la inviabilidad constitucional de la amnistía y el rechazo a otras peticiones secesionistas.
No pretendo equiparar las dos figuras políticas cuya actuación he retratado de forma sumaria; tampoco, la trascendencia histórica de su comportamiento. Pero no puede negarse un cierto paralelismo, no tanto en los hechos, claro está, como en las actitudes. No se olvide, por otra parte, que la monarquía del siglo XVI en Inglaterra y otros países era un régimen absolutista conocido y aceptado por todos, y hoy nos hallamos en un sistema considerado democrático. Que un rey como Enrique VIII hiciera y deshiciera a su gusto a nadie le extrañaba ni a eso se oponía nadie, pues su poder provenía del cielo. Asombra, sin embargo, que lo que está sucediendo en España en los últimos tiempos admita cierta similitud con algún aspecto de la trayectoria del soberano británico.
Sorprendente inicio y genial final.
ResponderEliminarMuchas gracias, amigo Anónimo.
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