
Ahora hay mucha gente parada, sobre todo jóvenes (quizás de lo que más hay), que se meten a emprendedores como forma de salir de la situación y obtener algún medio de vida, además de encontrar algún sentido a la suya. Me da la impresión de que abundan en el ramo del comercio, del pequeño comercio. Últimamente veo muchas tiendecitas de ropa, sobre todo juvenil y de relativamente bajo precio, o de bebé, de medias y calcetines, lencería femenina o mercerías…, algunas bajo la modalidad de franquicia; hay también fruterías, locales para la elaboración y venta de pizzas, puestos de chucherías, churrerías donde dan café o chocolate...; en mi ciudad he visto una… no sé si llamarla “yogurtería”, pues se trata de una especie de cafetería para tomar solo yogur. Etc. Suelen ser espacios pequeños, con un mobiliario sencillo y barato, llevados por un personal muy poco especializado. La mayoría nace en unas condiciones muy precarias y bastante poco propicias para soportar el período que necesita la consecución de una clientela suficiente, es decir, abrirse un hueco en el mercado. También está la iniciativa de los que ofrecen servicios más o menos cualificados, como dar clases particulares, reparar ordenadores, peluquería, arreglos de trajes y vestidos …, junto a otros que no requieren mucha preparación, como cuidar ancianos o niños, trabajo doméstico, pequeñas chapuzas, etc.
Las personas, muchas, no todas, intentan buscarse la vida y
hacen lo que pueden. Pero hay también quienes se quedan en el sofá o en la
puerta del bar a matar las horas y dejar agonizar su autoestima y la poca
ilusión y empuje que les queden.
Entre quienes, a diferencia de estos últimos, se esfuerzan por
moverse, por exprimir al máximo su capacidad y los medios con los que cuentan,
tengo una especial aprecio por los que llamaré “emprendedores ínfimos”. Me
refiero a ese hombre que se va al campo
a coger espárragos para sacar unos cuantos euros, a ese que vende naranjas o
patatas o brevas o ajos en la puerta de supermercados, a un par de chavales que
van ofreciendo por mi barrio tortas de Algarrobo, a una señora que pregonaba
pares de calcetines tirados, al muchacho que recorre mil veces la playa con una
pesada nevera llena de refrescos y cervezas, a ese casi anciano que pasea
perros a un precio más que módico, a la gitana que lleva encajes,
mantelerías y debajo escondidos algunos
décimos de lotería, etc., etc., etc. Son marginados de la economía, no solo porque
el sistema los ha expulsado, como decía, bajo la excusa de que no hay tarta
para todos, sino porque (¡vaya suerte!) consiguen burlar las trabas e impuestos
“legales”. Se hallan en la economía
sumergida, son disidentes, antisistema… A la fuerza quizás, representan una
alternativa, al menos en el ámbito circunscrito de su espacio de supervivencia.
Su indignación no les lleva a irse a una plaza y montar la tienda de campaña
con el cartelito, a suplicar que les den; por el contrario, ponen en marcha el
motor y aprovechan la poca gasolina que les quede, alentados por un
indiscutible espíritu emprendedor. Su fortaleza y su empuje tienen todo mi reconocimiento,
aunque abomino de su situación de extrema precariedad.