Tengo un amigo que, siempre que se tercia, suele exponer una
teoría bastante singular. Al menos así la interpreto yo. Es de orden erótico y
habla de la atención, el “interés” que despierta la vista de determinadas
partes del cuerpo, por encima de otras. No se trata de un “sí” y un “no”
rotundos, de un 10 y un cero, sino de una escala en la que sitúan la zonas
corporales, próximas o lejanas a los extremos de máxima relevancia o de
insignificancia total.
Parte, como es de esperar, de la distinción entre el físico
masculino y el femenino, aunque parece centrarse más en este. Aporta también
una visión histórica y tiene en cuenta las diferencias culturales. Es muy
completo, como se ve, su análisis, aunque la red conceptual que lo nutre sea
simple y no se base en doctas investigaciones; él argumenta acudiendo tan solo
a la experiencia y a la observación, entiéndase, a su experiencia y a su
observación, ambas limitadas, claro está.

Está convencido de que, por el contrario, en nuestro entorno no ha sido costumbre dar como parte privilegiada el trasero. Su encumbramiento, que se extiende ya por el continente europeo, ha de considerarse importado. Viene de los Estados Unidos, país con un pasado menos refinado y un espíritu menos culto y sensible; también en Latinoamérica gustan las mujeres de ceñirse indecorosamente las “pompas” y los hombres de celebrarlas. En este punto, recuerda mi amigo que los animales se reconocen e inician el acercamiento erótico oliéndose por detrás, digámoslo así. Únicamente una tradición y una mentalidad como las aludidas explican que la actriz y cantante americana (de origen portorriqueño) Jennifer López tenga aseguradas sus nalgas en una pimporrada de dólares.
Suele citar mi fraternal experto un hecho, para él de mal
gusto, del mal gusto que se va imponiendo también por aquí. En una noticia que
leyó no hace mucho en un periódico, se decía que madrileñas jóvenes, no muy
aficionadas al balompié, se dan tortas por conseguir entradas para el Bernabéu,
de las localidades de detrás de las porterías. ¿Para qué? Para poder verle el
culo a Casillas (complacerse en él y adorarlo…), al menos durante medio tiempo
del partido.
Yo no entro ni salgo en las generalizaciones de mi amigo, el
sexosociólogo de andar por casa. No entiendo mucho, la verdad. Pero estoy a la
espera de que, cuando se pase por mi ciudad los días de feria, se tope con el
cartel de las corridas de toros que este año luce en las calles. Como podéis
ver, representa un torero haciendo el paseíllo, fotografiado o pintado por detrás,
de modo que aparece, y aun destaca por contraste de color y otros recursos, el
trasero. Supongo que mi amigo montará en cólera o caerá en profunda depresión,
al comprobar que la colonización de nuestras tendencias y criterios
estético-eróticos más genuinos se ha consumado, acercándonos, también en esto, a la
barbarie. ¿Para qué ha quedado, se lamentará, aquello de “donde la espalda
pierde su honesto nombre”?
Sea cual sea su reacción, y al margen de lo sexual, yo
comprenderé que le parezca un cartel insólito, chocante, irreverente. No creo
que existan muchos posters de toros con un diestro dándole, estático, al
público la espalda, por no decir el culo; tal vez, algunos haya en que la
imagen proceda de congelar un lance de la corrida. El de esta feria representa,
sin duda, una innovación atrevida, muy atrevida, en el seno de un mundo, como
el taurino, tan conservador en todos los aspectos.