El discurso propio y característico del período político que está a punto de terminar, si se puede considerar dominado por algunos términos, uno de los más destacados es, sin duda, la palabra “mentira”, junto con los parientes de su campo léxico, sus sinónimos, etc. Me da la impresión de que ha abundado más que otros tan repetidos como “crisis”, por ejemplo. Desde aquel aciago día en que el hoy candidato a presidente la pronunció en forma de denuncia (“España no se merece un gobierno que mienta”), ya no ha dejado de aflorar en intervenciones públicas de dirigentes de cualquier color. Todos han venido acusando a todos de no decir la verdad a sabiendas de lo que hacen. En el Congreso, en el Senado, en declaraciones a periodistas, en ruedas de prensa…, políticos nacionales y políticos regionales, alcaldes, concejales… Nunca ha cesado la acusación de falsedad a los adversarios. El universo de la mentira es un círculo cerrado, porque si yo proclamo la falta de veracidad de mi contrincante, puedo estar diciendo la verdad o faltando a ella: en cualquier caso, siempre hay un mentiroso, o él o yo.
Tan reiteradamente, tan casi a diario, aflora este vicio como argumento contra el de enfrente en los medios, que puede haberse extendido entre el público la sensación de que nadie ha dicho ni dice la verdad nunca; en ocasiones, con la ayuda de declaraciones faltas de toda lógica y, por tanto, increíbles (el ministro tal no se enteró de que su subordinado más inmediato hacia tal cosa, el presidente del partido equis no estaba al tanto de ciertos enjuagues en su formación, una persona imputada no merece ser creída nunca, no hay crisis, en el tercer trimestre empezará la recuperación, etc.), con promesas o programas que no se cumplen, continuas contradicciones... En efecto, mucha gente está ya convencida de que, cuando un personaje de la política habla a través de la prensa, siempre disimula, oculta, disfraza, exagera o empequeñece, reinterpreta, distorsiona… los hechos y tergiversa las palabras, buscando presentar las cosas como más le interesa a él y/o a la institución a la que se debe.
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De todo esto, la consecuencia primera es el distanciamiento y la incredulidad del votante, que tal vez no muy tarde llegue a convertirse en ex votante, según la frase de F. Nietzsche: “Lo que me preocupa no es que me hayas mentido, sino que, de ahora en adelante, ya no podré creer en ti”. La segunda, el zambobazo que recibe la conciencia ciudadana cuando, por algún resquicio imprevisto, se filtra la verdad y se descubre el embuste y al embustero; sobre todo, si a la trola la acompañaba algún manejo contable. En tercer lugar, como lo malo se aprende pronto, y más si el modelo viene de arriba, ¿nos extrañará que se establezca y cunda el principio de insinceridad en la vida cotidiana? El final más desastroso de la mentira instalada no es el engaño impune a los demás en busca de un beneficio (tal vez la evitación de un perjuicio), sino el ser falso consigo mismo. He oído que la actual crisis económica ha sido originada, entre otros factores, porque el país ha vivido por encima de sus posibilidades durante la anterior etapa, o sea, porque se ha estado mintiendo, queriendo o sin querer. Etc., etc.
¡Ay, la era de los pinochos!