Hace tiempo escribí sobre esas personas que, al caer la
tarde y hasta entrada la noche, andan rebuscando en los contenedores de basura
algo aprovechable (http://ahitequieroyover.blogspot.com/2008/07/el-sndrome-de-la-oferta.html).
Hoy voy a coger de nuevo el tema, pero esta vez para narrar una breve historia.
Es una escena real, curiosa y a la vez interesante, presenciada por mí hace
unos días y en la que hasta participé como actor secundario.

Me enteré, por boca del padre, que pretendían averiguar si
el mueble estaba completo y en un relativo buen estado. Supe que había en casa
un niño de dos años, al que vendría de perlas la cuna. Mientras, advertí que una
de las barandas laterales de la camita carecía de elementos de sujeción, porque
no habían dejado los dueños la pieza metálica necesaria, según hice ver yo,
implicado ya en la misión; añadí que, no obstante, podría ser suplida
fácilmente.
Había soltado mis bolsas a poco de llegar y sostenía el
cabecero y un lateral para que el señor pudiese hacer sus cálculos, comprobar
cómo se acoplaban las piezas y valorar
las posibilidades de reconstrucción y el posterior uso. En un alarde de
cortesía, se apercibió de mi ayuda y denunció la incomparecencia de un hijo mayor,
cuyas “manos” -sic- estaba echando de menos desde el principio.
- Se ha ido. Se ha
ido porque le da vergüenza.
- ¿De qué? -indagué lo obvio.
- De que esté recogiendo cosas que han tirado. Ya ve…
- ¿De qué? -indagué lo obvio.
- De que esté recogiendo cosas que han tirado. Ya ve…
El padre de familia no tardó en llegar al convencimiento de
que la cuna era reciclable. Apiló las piezas y las repartió entre sus dos manos
para un seguro y cómodo transporte. Inició el regreso a casa, flanqueado por su
pequeño; yo los seguí a ellos y a mí, la “Pocho”. Al bordear el contenedor, apareció
un muchacho de unos catorce o quince años, que se levantaba y se sumaba al
grupo.
- ¿Tú eres el mayor? –me
metí donde no me importaba-. ¡Que no te dé vergüenza, hombre! -seguí hollando huerto ajeno.
- No los conozco -se protegió como San Pedro el púber, aunque sin esconder un punto de humor, que dio el nivel previsto de ambigüedad a su expresión.
- ¡Si no tenemos, pues no tenemos! ¡Y habrá que buscar donde sea! –fue la recriminación del padre, exclamada con tono entre irritado, filosófico y educativo.
- No los conozco -se protegió como San Pedro el púber, aunque sin esconder un punto de humor, que dio el nivel previsto de ambigüedad a su expresión.
- ¡Si no tenemos, pues no tenemos! ¡Y habrá que buscar donde sea! –fue la recriminación del padre, exclamada con tono entre irritado, filosófico y educativo.
- Claro -me adherí a su visión del mundo.
Los caminos que nos llevarían a nuestros respectivos
domicilios nos separaron. A cierta distancia, vi que el vergonzoso adolescente tapaba
su coronilla y alrededores con gorrita blanca, vestía camiseta de color rosa
fuerte y pantalón vaquero corto, con la cintura cuatro o cinco dedos por debajo
de donde cabría esperar, y calzaba zapatillas sin cordones… Se me ocurrió que así, con ese estándar juvenil, no desentonaría ni se apocaría entre sus colegas de la ESO, a cuyos padres no imaginaría hurgando
en la basura, como tampoco los demás al suyo. La ropa, seguí dándole vueltas, sirve
para muchas cosas, incluso para esconderse.