jueves, 7 de agosto de 2025

LAS CUATRO REGLAS

 

 

Hubo un tiempo, ya lejano, en que muchos padres se conformaban con que sus hijos aprendieran en la escuela a leer y escribir y las «cuatro reglas» (sumar, restar, multiplicar y dividir). Con eso tenían bastante para colocarse de aprendices de cualquier oficio manual. En un período posterior, una parte considerable seguía con el bachillerato o la FP, y un puñado llegaba a la universidad. Hoy día se han invertido los porcentajes y los menos son los que no pasan de la enseñanza obligatoria (Primaria y ESO). De estos, conozco yo niños que, en los diez años que dura, tan solo han aprendido a malescribir y mal.leer, y quizás a sumar y restar con equivocaciones, sin haber aprobado más que la Religión o su sustituta y, en todo caso, la Educación Física. Suele ser paralelo este déficit al que muestra su ortografía o la memorización ―no digamos ya la ubicación en el mapa― de los ríos de España, por poner unos ejemplos. Es decir, ignorantes en todo, menos en las maquinitas y el móvil. De todo ello,  me quiero centrar, no obstante,  en estas líneas en la tercera de las «cuatro reglas», llamada también «tabla».

Uno, entre muchos, de los suplicios de alumnos con un currículum tan infernal ―no me meto por ahora en los motivos de tal proceso― y de los padres y maestros es el estudio de la «tabla de multiplicar». Hay quien en cuarto o quinto de Primaria aún no se sabe la del 5 y termina la etapa sin hacerse con la del 7. Con su edad y la que supongo su actitud, no es de esperar que en la ESO avancen algo. Verdaderamente, son muy pocos y suelen estar afectados por circunstancias familiares o sociales muy negativas. Lo normal es que la mayoría sepa realizar ya en tercero o cuarto de Primaria operaciones simples de multiplicación e incluso de división y que mejoren con cierta rapidez. No obstante, una buena cantidad de alumnos buenos multiplicadores desconocen lo que creo más importante: para qué sirve multiplicar, cuándo hay que multiplicar. Son los que no saben si hay que multiplicar o dividir o… al plantearles un problema en el que hay que averiguar cuántos caramelos recibe cada uno de 7 niños entre los que se van a repartir 35, o cuánta agua se ha vertido en un cántaro donde se han vaciado 15 botellas de 1 litro. No saben el sentido de las operaciones que, no obstante, conocen seguramente muy bien. Y, lo peor, me imagino que seguirán así cuando accedan a la raíz cuadrada, a los quebrados, a las ecuaciones, etc., etc. ¿Podrían denominarse analfabetos matemáticos funcionales? Da igual el nombre. Lo grave es el hecho.  

Cuando vivía próxima a mí la situación que acabo de describir, se me fue ocurriendo un principio de solución sencilla, pero creo que bastante útil si se pusiera en práctica. Se refiere a las palabras o expresiones con las que se nombran los contenidos de las operaciones de las «cuatro reglas», sobre todo la primera, la tercera y la cuarta. Sería así:

1)           SUMAR. En vez de «más», que resulta algo opaco para el niño, decir “y”, mucho más común y claro: «Si una niña tiene dos muñecas y le regalan otra, ¿cuántas tiene?». Respuesta: 2 y 1, o sea, 3. El signo + no es complicado de aprender con posterioridad, si tienen bien asimilado lo que se quiere que signifique.

2)           RESTAR. No creo que haya inconveniente en emplear «menos», bastante significativa y muy usada en el habla diaria. «Si al coche de mamá le roban 1 de las 4 ruedas, ¿cuántas le quedan?». Respuesta: 4 menos 1, 3. El signo – no representa problema, aclarando bien su significado.

3)           MULTIPLICAR. Esta es la más complicada. Lo que propongo es suprimir la preposición «por» y sustituirla por «veces»: en vez de 8 por 4, se diría 8 veces 4. Queda, así, mucho más ostensivo el sentido de la operación. Ejemplo: «Tu ordenador tiene 4 filas de teclas y cada fila tiene 9 teclas. ¿Cuántas teclas tiene tu ordenador?». Respuesta: 4 veces 9, o sea, 36. Como es lógico, esta fórmula no evita el estudio y memorización de la «tabla», si se quiere dejar descansar la calculadora, cosa que aconsejo. Lo mismo que hacer aprender dicha «tabla», como antes, a coro en el aula. El signo gráfico x adquiere así un nuevo significado.

4)           DIVIDIR. Aquí podríamos sustituir «dividido por» por esta otra expresión: «repartido entre», resultando aseveraciones como «6 repartido entre 3», por ejemplo. Tendríamos: «Un pintor ha realizado 12 cuadros y quiere regalárselos a sus hermanos, que son 4. ¿Cuántos cuadros recibiría cada hermano, si el autor pretende que ninguno tenga más que otro?». Respuesta: 12 repartidos entre 4, o sea, 3. Otro, un poco más complicado: «¿Cuántas medidas de grano de 2 k podrían llenarse con 400 k de trigo?» Respuesta: 400 repartido entre medidas de 2, o sea 200. Los dos puntos, como signo de división, puede mantenerse con el nuevo significado descrito. 

Tengo para mí ―es sólo una suposición― que con este sistema los alumnos verían con rapidez y claridad qué operación deben aplicar en cada caso, puesto que comprenden el sentido de ellas mejor que con las palabras tradicionales. El fin del aprendizaje de la multiplicación, por ejemplo, no es solo saber multiplicar, sino asimilar su utilidad, entender para qué sirve y aplicarla cuando conviene. Siempre me han deprimido preguntas de alumnos de Primaria del tipo «¿Qué hago, multiplicar o dividir?», cuando deben resolver un problemita fácil, y me han parecido «analfabetos funcionales matemáticos», por muy requetebién que sumen, resten, multipliquen o dividan.

En caso de que hubiera algún docente matemático entre los lectores, le pido que considere mi atrevimiento, siendo como soy filólogo, y rechace o agradezca mi propuesta, según le parezca.

 


martes, 5 de agosto de 2025

GESTIONAR

 


Cuántos, después de una etapa de desahogo económico e incluso de disfrute de riqueza, caen en el desorden, comienzan a malgastar hasta el derroche y finalmente dan en la pobreza y tienen que recibir ayuda para cubrir sus necesidades más básicas y elementales. Se trata, en la mayor parte de los casos, de personas a las que les ha sobrevenido de pronto la abundancia, sin buscarla ni esperarla. Así, por ejemplo, jugadores de fútbol o practicantes de cualquier otro deporte de élite, jóvenes que heredan grandes y numerosos bienes o pingües fortunas, artistas y modelos de rápido éxito internacional, etc. Con demasiada frecuencia, el derrumbe va acompañado del consumo de alcohol y drogas. De una feliz y brillante vida social y familiar pasan, con rapidez y sin capacidad de reacción, a la soledad y el olvido. El orden se convierte en caos.

Son varias las causas que los especialistas mencionan para que tan desgraciada mutación acontezca. La juventud con que muchos de estos personajes se ven colmados de tesoros de la noche a la mañana y la consiguiente inmadurez, la escasa preparación cultural y la inexperiencia, el escaso valor que otorgan al dinero o la costumbre de gastar todo lo que llega al bolsillo, poco o mucho, etc. Todo ello se puede resumir en una expresión, con el que los biógrafos suelen calificar el descenso al que me refiero. Se trata de una aseveración del tipo: «No han sabido / querido / podido «gestionar» su vida, su popularidad, su patrimonio…». El verbo «gestionar» creo que es la clave. A estas personas les sobreviene de pronto un alud de dinero, amistades y consejeros, triunfos, abrazos, sexo…, que exceden con mucho lo que era para ellas habituales, solo para cuyo uso y disfrute estaban capacitados. Se sienten desbordados y arrastrados por una corriente mucho más poderosa que sus propias fuerzas. En resumen, gestionan mal su situación y su vida. Por si faltara algo, acostumbra a aparecer un tropel de gente interesada y aprovechada, que les empuja hacia la perdición, atraídos y pendientes únicamente de la ganancia.



Después de aludir a estas personas desgraciadas por no saber administrar o manejar lo que tienen, quiero traer a colación a aquellas que son infelices por sus carencias y limitaciones. Así, los pobres que no tienen para subsistir, los enfermos graves, los disminuidos físicos o psíquicos, los poco dotados intelectual o físicamente, los inhabilitados para una mínima vida social, los despreciados por sus congéneres, los seres a los que persigue sin descanso la mala suerte, etc., etc. Ante ellas me pregunto: ¿Se les debe aplicar también el baremo de la mala gestión? ¿Son como son y están como están por no haber querido / sabido / podido manejar sus privaciones, salir de su circunstancia, nadar contracorriente? Más aún, ¿cómo gestiona un pobre su indigencia, un enfermo su dolencia sin remedio, un repudiado la malquerencia y el olvido…? Mal lo tienen estos individuos que, por no tener, no poseen en muchísimas ocasiones ni la ayuda que para ellos es imprescindible ni siquiera el afán ni el conocimiento del lugar donde buscarla.

Creo que entre los primeros, los prósperos y agraciados, y estos, los desafortunados y desdichados hay una gran diferencia, son polos opuestos, casi ni se pueden comparar. Mientras aquellos tienen en su mano la posibilidad de no deslizarse hacia el averno y sucumbir, porque disfrutan de los medios necesarios para «gestionar» adecuadamente su existencia, estos solamente pueden administrar su desventura y hacerlo, en todo caso, con un único instrumento: el conformismo, la resignación, el aguante. Son doblemente infelices: por estar en una situación denigrante, humillante, y por no tener ni posibilidad ni esperanza de salir de ella.

Producen lástima y mueven a compasión los que desde su nacimiento son seres desterrados de la fortuna, siquiera sea en su más mínima expresión. ¿Tendríamos que brindarle nuestra ayuda? Hasta eso es complicado dentro de la sociedad en que vivimos. ¿Cómo contribuimos de manera apropiada a que un menesteroso que pide limosna o un demente imposibilitado de cuidar de sí mismo gestionen / manejen / administren sus vidas para hacerlas dignas?


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