Lo que lleva
siglos (entre tres y cinco) siendo breve atuendo
inútil -ni cubre ni abriga- en los
hombres, la corbata, anda ahora, al parecer,
perdiendo aprecio. La primera, la mía, y desde hace décadas. Entre boda
y boda, la tengo hibernada en el armario; lo habitual en mí es el cuello libre
de camisa, camiseta o polo.
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Pero no es de mi vestimenta de lo que quiero hablar, sino de
algo que en los últimos dos años, trimestre arriba trimestre abajo, he visto
que ocurre en el ahora estrecho canto de la ya no tan pequeña pantalla, espejo
y modelo del vestir popular. ¿No habéis observado que poco a poco han ido desanudándose
y cayendo las corbatas de presentadores, animadores, comentaristas… y de toda
suerte de machos televisivos, de terno antes rematado sin excepción por el
inservible, aunque vistoso, trapo? La corbata otorga prestancia, eleva al estrato
de lo formal, perfila el empaque, sella la elegancia clásica. Y es, por tanto,
materia de protocolo. Todas esas cualidades van dichas por mí en presente,
porque, en realidad, lo que va reculando no es el valor de la pieza, sino la
rigidez o la extensión de la norma social que la impone o la aconseja. Según veo, en los estudios de televisión, como
en las oficinas bancarias o ministeriales, en los escaños del Congreso o el
Senado…, ya no rige la antigua regla. Solo permanece respetada en ceremonias
civiles o religiosas y en uniformes.
A propósito del Congreso de los Diputados, quiero recordar
el
enfrentamiento que hubo en la anterior legislatura entre el entonces presidente,
J. Bono, siempre hecho un figurín, y el diputado socialista y ministro de
Industria M. Sebastián, menos atildado. Fue porque a este le dio por no llevar
corbata en el hemiciclo durante el verano, para no pasar calor al parecer. Si
no me equivoco, Sebastián se salió con la suya. El deseo de cómoda y barata
refrigeración de la nuez tomó, así, un tinte especial, de disidencia, de
contestación, de ruptura, de modernidad y progresía, de espontaneidad, de repudio
de absurdos y rancios rituales, añejos reglamentos, hieráticas etiquetas, etc. ¿Podría, entonces, calificarse la rebeldía de
Sebastián como el hecho inaugural de la nueva moda descorbatada? Podría. Y hasta dar pie en el futuro a una efemérides,
designada como el “Día sin corbata”. Etc.
Me viene a la memoria también el modelo que prestigió entre
nosotros el veterano periodista José María Carrascal, con aquellas llamativas,
chillonas corbatas de colores y dibujos inusuales en la vestimenta masculina
tradicional, tan discreta, tan comedida, tan apagada. Ocurrió en los tiempos de
la transición y, al contrario que el díscolo diputado socialista, insufló nueva
vitalidad a la prenda, consiguiendo que muchos hombres la lucieran con gusto,
la estimaran más que antes, al verle un singular atractivo: pudieron presumir
de corbata y copmpetir entre ellos por el mayor atrevimiento en diseño y cromatismo. Carrascal fue un impulsor, Sebastián un destructor; aquel
un reformista, este un revolucionario. Vaya una mención rápida a otro corbatero tan impenitente como original, aunque con
menos popularidad y éxito en tanto que arbiter
elegantiae: Inocencio "Chencho" Arias, el “hombre a una pajarita pegado”.
En realidad, gran parte de las relaciones sociales van
empapándose desde hace tiempo de informalismo, de intencionada incuria, de tono
familiar, coloquial, tal como se aprecia en las fórmulas de tratamiento, entre
las que cada vez es más raro el “usted”, por ejemplo, o en la falta de esmero
general. En no pocas ocasiones se concluye, incluso, en el aplebeyamiento del
atavío y la conducta. Ni entro ni salgo en tal evolución de las formas. Soy de los que creen
que (casi) todo lo que es de una manera puede ser de otra. Pero me extraña que
el cambio indumentario haya sido tan brusco y tan general en la tele. Ni el
pantalón vaquero subió al trono absolutista de la moda cotidiana tan rápido. Más
que un proceso, que es lo normal en materia de costumbres, hábitos y maneras,
se ha dado un vuelco. ¿Ha operado alguna orden o circular interna, expresas o,
mejor, tácitas? No sé qué ha podido pasar.