jueves, 7 de agosto de 2025

LAS CUATRO REGLAS

 

 

Hubo un tiempo, ya lejano, en que muchos padres se conformaban con que sus hijos aprendieran en la escuela a leer y escribir y las «cuatro reglas» (sumar, restar, multiplicar y dividir). Con eso tenían bastante para colocarse de aprendices de cualquier oficio manual. En un período posterior, una parte considerable seguía con el bachillerato o la FP, y un puñado llegaba a la universidad. Hoy día se han invertido los porcentajes y los menos son los que no pasan de la enseñanza obligatoria (Primaria y ESO). De estos, conozco yo niños que, en los diez años que dura, tan solo han aprendido a malescribir y mal.leer, y quizás a sumar y restar con equivocaciones, sin haber aprobado más que la Religión o su sustituta y, en todo caso, la Educación Física. Suele ser paralelo este déficit al que muestra su ortografía o la memorización ―no digamos ya la ubicación en el mapa― de los ríos de España, por poner unos ejemplos. Es decir, ignorantes en todo, menos en las maquinitas y el móvil. De todo ello,  me quiero centrar, no obstante,  en estas líneas en la tercera de las «cuatro reglas», llamada también «tabla».

Uno, entre muchos, de los suplicios de alumnos con un currículum tan infernal ―no me meto por ahora en los motivos de tal proceso― y de los padres y maestros es el estudio de la «tabla de multiplicar». Hay quien en cuarto o quinto de Primaria aún no se sabe la del 5 y termina la etapa sin hacerse con la del 7. Con su edad y la que supongo su actitud, no es de esperar que en la ESO avancen algo. Verdaderamente, son muy pocos y suelen estar afectados por circunstancias familiares o sociales muy negativas. Lo normal es que la mayoría sepa realizar ya en tercero o cuarto de Primaria operaciones simples de multiplicación e incluso de división y que mejoren con cierta rapidez. No obstante, una buena cantidad de alumnos buenos multiplicadores desconocen lo que creo más importante: para qué sirve multiplicar, cuándo hay que multiplicar. Son los que no saben si hay que multiplicar o dividir o… al plantearles un problema en el que hay que averiguar cuántos caramelos recibe cada uno de 7 niños entre los que se van a repartir 35, o cuánta agua se ha vertido en un cántaro donde se han vaciado 15 botellas de 1 litro. No saben el sentido de las operaciones que, no obstante, conocen seguramente muy bien. Y, lo peor, me imagino que seguirán así cuando accedan a la raíz cuadrada, a los quebrados, a las ecuaciones, etc., etc. ¿Podrían denominarse analfabetos matemáticos funcionales? Da igual el nombre. Lo grave es el hecho.  

Cuando vivía próxima a mí la situación que acabo de describir, se me fue ocurriendo un principio de solución sencilla, pero creo que bastante útil si se pusiera en práctica. Se refiere a las palabras o expresiones con las que se nombran los contenidos de las operaciones de las «cuatro reglas», sobre todo la primera, la tercera y la cuarta. Sería así:

1)           SUMAR. En vez de «más», que resulta algo opaco para el niño, decir “y”, mucho más común y claro: «Si una niña tiene dos muñecas y le regalan otra, ¿cuántas tiene?». Respuesta: 2 y 1, o sea, 3. El signo + no es complicado de aprender con posterioridad, si tienen bien asimilado lo que se quiere que signifique.

2)           RESTAR. No creo que haya inconveniente en emplear «menos», bastante significativa y muy usada en el habla diaria. «Si al coche de mamá le roban 1 de las 4 ruedas, ¿cuántas le quedan?». Respuesta: 4 menos 1, 3. El signo – no representa problema, aclarando bien su significado.

3)           MULTIPLICAR. Esta es la más complicada. Lo que propongo es suprimir la preposición «por» y sustituirla por «veces»: en vez de 8 por 4, se diría 8 veces 4. Queda, así, mucho más ostensivo el sentido de la operación. Ejemplo: «Tu ordenador tiene 4 filas de teclas y cada fila tiene 9 teclas. ¿Cuántas teclas tiene tu ordenador?». Respuesta: 4 veces 9, o sea, 36. Como es lógico, esta fórmula no evita el estudio y memorización de la «tabla», si se quiere dejar descansar la calculadora, cosa que aconsejo. Lo mismo que hacer aprender dicha «tabla», como antes, a coro en el aula. El signo gráfico x adquiere así un nuevo significado.

4)           DIVIDIR. Aquí podríamos sustituir «dividido por» por esta otra expresión: «repartido entre», resultando aseveraciones como «6 repartido entre 3», por ejemplo. Tendríamos: «Un pintor ha realizado 12 cuadros y quiere regalárselos a sus hermanos, que son 4. ¿Cuántos cuadros recibiría cada hermano, si el autor pretende que ninguno tenga más que otro?». Respuesta: 12 repartidos entre 4, o sea, 3. Otro, un poco más complicado: «¿Cuántas medidas de grano de 2 k podrían llenarse con 400 k de trigo?» Respuesta: 400 repartido entre medidas de 2, o sea 200. Los dos puntos, como signo de división, puede mantenerse con el nuevo significado descrito. 

Tengo para mí ―es sólo una suposición― que con este sistema los alumnos verían con rapidez y claridad qué operación deben aplicar en cada caso, puesto que comprenden el sentido de ellas mejor que con las palabras tradicionales. El fin del aprendizaje de la multiplicación, por ejemplo, no es solo saber multiplicar, sino asimilar su utilidad, entender para qué sirve y aplicarla cuando conviene. Siempre me han deprimido preguntas de alumnos de Primaria del tipo «¿Qué hago, multiplicar o dividir?», cuando deben resolver un problemita fácil, y me han parecido «analfabetos funcionales matemáticos», por muy requetebién que sumen, resten, multipliquen o dividan.

En caso de que hubiera algún docente matemático entre los lectores, le pido que considere mi atrevimiento, siendo como soy filólogo, y rechace o agradezca mi propuesta, según le parezca.

 


martes, 5 de agosto de 2025

GESTIONAR

 


Cuántos, después de una etapa de desahogo económico e incluso de disfrute de riqueza, caen en el desorden, comienzan a malgastar hasta el derroche y finalmente dan en la pobreza y tienen que recibir ayuda para cubrir sus necesidades más básicas y elementales. Se trata, en la mayor parte de los casos, de personas a las que les ha sobrevenido de pronto la abundancia, sin buscarla ni esperarla. Así, por ejemplo, jugadores de fútbol o practicantes de cualquier otro deporte de élite, jóvenes que heredan grandes y numerosos bienes o pingües fortunas, artistas y modelos de rápido éxito internacional, etc. Con demasiada frecuencia, el derrumbe va acompañado del consumo de alcohol y drogas. De una feliz y brillante vida social y familiar pasan, con rapidez y sin capacidad de reacción, a la soledad y el olvido. El orden se convierte en caos.

Son varias las causas que los especialistas mencionan para que tan desgraciada mutación acontezca. La juventud con que muchos de estos personajes se ven colmados de tesoros de la noche a la mañana y la consiguiente inmadurez, la escasa preparación cultural y la inexperiencia, el escaso valor que otorgan al dinero o la costumbre de gastar todo lo que llega al bolsillo, poco o mucho, etc. Todo ello se puede resumir en una expresión, con el que los biógrafos suelen calificar el descenso al que me refiero. Se trata de una aseveración del tipo: «No han sabido / querido / podido «gestionar» su vida, su popularidad, su patrimonio…». El verbo «gestionar» creo que es la clave. A estas personas les sobreviene de pronto un alud de dinero, amistades y consejeros, triunfos, abrazos, sexo…, que exceden con mucho lo que era para ellas habituales, solo para cuyo uso y disfrute estaban capacitados. Se sienten desbordados y arrastrados por una corriente mucho más poderosa que sus propias fuerzas. En resumen, gestionan mal su situación y su vida. Por si faltara algo, acostumbra a aparecer un tropel de gente interesada y aprovechada, que les empuja hacia la perdición, atraídos y pendientes únicamente de la ganancia.



Después de aludir a estas personas desgraciadas por no saber administrar o manejar lo que tienen, quiero traer a colación a aquellas que son infelices por sus carencias y limitaciones. Así, los pobres que no tienen para subsistir, los enfermos graves, los disminuidos físicos o psíquicos, los poco dotados intelectual o físicamente, los inhabilitados para una mínima vida social, los despreciados por sus congéneres, los seres a los que persigue sin descanso la mala suerte, etc., etc. Ante ellas me pregunto: ¿Se les debe aplicar también el baremo de la mala gestión? ¿Son como son y están como están por no haber querido / sabido / podido manejar sus privaciones, salir de su circunstancia, nadar contracorriente? Más aún, ¿cómo gestiona un pobre su indigencia, un enfermo su dolencia sin remedio, un repudiado la malquerencia y el olvido…? Mal lo tienen estos individuos que, por no tener, no poseen en muchísimas ocasiones ni la ayuda que para ellos es imprescindible ni siquiera el afán ni el conocimiento del lugar donde buscarla.

Creo que entre los primeros, los prósperos y agraciados, y estos, los desafortunados y desdichados hay una gran diferencia, son polos opuestos, casi ni se pueden comparar. Mientras aquellos tienen en su mano la posibilidad de no deslizarse hacia el averno y sucumbir, porque disfrutan de los medios necesarios para «gestionar» adecuadamente su existencia, estos solamente pueden administrar su desventura y hacerlo, en todo caso, con un único instrumento: el conformismo, la resignación, el aguante. Son doblemente infelices: por estar en una situación denigrante, humillante, y por no tener ni posibilidad ni esperanza de salir de ella.

Producen lástima y mueven a compasión los que desde su nacimiento son seres desterrados de la fortuna, siquiera sea en su más mínima expresión. ¿Tendríamos que brindarle nuestra ayuda? Hasta eso es complicado dentro de la sociedad en que vivimos. ¿Cómo contribuimos de manera apropiada a que un menesteroso que pide limosna o un demente imposibilitado de cuidar de sí mismo gestionen / manejen / administren sus vidas para hacerlas dignas?


viernes, 3 de enero de 2025

DISCURSO VACUO

 


El discurso del rey Felipe VI del pasado 24 de diciembre versó, casi en exclusiva, sobre un solo tema: el acuerdo, el consenso, el diálogo, el encuentro. En efecto, salvo una secuencia inicial, relativamente extensa, dedicada a la catástrofe ocurrida en Valencia y otras zonas cercanas, de nuevo aludida al final, la parte central y más extensa de la exposición estuvo dedicada a inducir a los españoles a que nos entendamos y lleguemos a acuerdos, como única y mejor fórmula para prosperar y alcanzar grandes metas.

Se entiende, así, que el grueso de la intervención real sea de carácter exhortativo, incitativo diría, para que en adelante desaparezca la controversia sistemática y el choque continuo. Naturalmente, tal alusión supone que, en opinión de Su Majestad, este es, si no el único, el principal problema que subyace en la forma en que se está desarrollando la vida del país, más que nada debido a una proyección de los modos que se estilan en el nivel político. Sabido es que la manera como se comportan los miembros de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial no deriva del modo de ser y de comportarse del pueblo, de donde proceden, sino que más bien ocurre al revés: gracias a los medios de comunicación escritos o audiovisuales, la política en sentido amplio, es decir, las autoridades en general destilan una pedagogía que finalmente llega a teñir la vida cotidiana de las personas, esto es, se va imitando hacia abajo y desemboca en la calle, los puestos de trabajo, la familia... De ahí que entendamos que la exhortación del rey debe verse dirigida a las alturas, a los que deciden desde el parlamento, ejecutan desde el gobierno, etc., para que sean ellos quienes cambien el modelo de disputa perenne y huera, y se inicie en ese nivel el diálogo, gracias al cual se modulan las posturas y se buscan principios de acuerdo sobre lo sustancial. Las palabras del monarca ―las haya escrito quien las haya escrito― son nítidas:

El consenso en torno a lo esencial, no sólo como resultado, sino también como práctica constante, debe orientar siempre la esfera de lo público. No para evitar la diversidad de opiniones, legítima y necesaria en democracia, sino para impedir que esa diversidad derive en la negación de la existencia de un espacio compartido [1]. 

En torno a dicho tronco temático, el discurso va refiriendo varios de los asuntos que en este comienzo de cuarto de siglo más preocupan y dificultan el día a día de los ciudadanos, sobre todo dos: la inmigración y los problemas de convivencia aparejados, así como el acceso a la vivienda. No obstante, parece que se mencionan con la intención de orientar la solución por la vía de los patrones ya citados del diálogo y el consenso, o sea, que son como una excusa para volver al tema principal, para reiterar la necesidad de que los primeros responsables «se escuchen unos a otros»:

Es importante, de nuevo, que todos los actores implicados reflexionen, se escuchen unos a otros, que se examinen las distintas opciones y que sea ese diálogo el que conduzca a soluciones que faciliten el acceso a la vivienda en condiciones asumibles, en especial para los más jóvenes y los más desprotegidos, pues esta es la base para la seguridad, el bienestar de tantos proyectos de vida. 

Lo mismo ocurre cuando habla de la política exterior, el tercer subtema que se atiende:

En este contexto España y los demás Estados miembros de la Unión Europea, debemos seguir defendiendo con convicción y con firmeza, junto con nuestros socios internacionales, las bases de la democracia liberal, de la defensa de los derechos humanos y de las conquistas en bienestar social sobre las que se asienta nuestro gran proyecto político.  

Como primera conclusión, la alocución del rey resulta a todas luces monotemática, pues insiste, machaconamente incluso, en la necesidad y urgencia de superar el estado de cosas presente, dominado por la falta de entendimiento o de voluntad de intentarlo al menos. Parece claro que constituye la más importante preocupación de la Corona:

Un pacto de convivencia se protege dialogando; ese diálogo, con altura y generosidad, que debe siempre nutrir la definición de la voluntad común y la acción del Estado. Por eso es necesario que la contienda política, legítima, pero en ocasiones atronadora, no impida escuchar una demanda aún más clamorosa: una demanda de serenidad. Serenidad en la esfera pública y en la vida diaria, para afrontar los proyectos colectivos o individuales y familiares, para prosperar, para cuidar y proteger a quienes más lo necesitan. 

Creo que queda clara la sencilla radiografía temática que me proponía hacer del texto regio. A partir de aquí quiero enfrentar dicho texto al peligro de vacuidad al que me parece está abocado. ¿Por qué? Pondré un ejemplo de andar por casa ―nunca mejor dicho― para ilustrar lo que después explicaré. Supongamos que dos hermanos adolescentes se están peleando de continuo, con palabras y hechos, por las más variadas y triviales causas; no hay modo de que se traten bien, de que estén un minuto juntos, de que vayan y vengan al colegio en paz y armonía, de que tengan amigos comunes, de que cada uno se conforme con lo suyo y no desee lo del otro, de que dejen de acusarse ante el padre o la madre, etc., etc. Como es de esperar, los padres intervienen una y otra vez para que «no se maten un día de estos» o al menos para que la belicosidad tenga momentos de tregua y se disfrute de un benefactor sosiego de vez en cuando. Hablando hablando, un día acuerdan los atormentados progenitores tener con ellos una conversación seria, definitiva, sobre lo que ocurre, con objeto de que los niños comprendan que así no pueden seguir las cosas, puesto que son hermanos y lo que deben hacer es, como mínimo, respetarse, para ayudarse e incluso para divertirse, o al menos para no acabar enfrentados y cada uno por su sitio en cuanto sean mayores. En principio, los chavales parecen entender el problema e incluso estar de acuerdo con la necesidad de actuar de otra manera. Pero eso dura lo que dura un segundo. Una vez terminada la charla, cada uno piensa lo mismo: «Claro, es así, siempre estamos a la gresca. Pero por culpa de ese, que es que el que me insulta, me hace, no quiere / quiere, me quita, me engaña…». Y, los chicos vuelven, en un abrir y cerrar de ojos, a las andadas. La bienintencionada reflexión de los padres no sirve absolutamente para nada. ¿Solución? «Habrá que pensar otra cosa. ¿Castigarlos? Pero son ya mayorcitos…». Y se pasa a la fase de la desesperación.

Este es el cuento; que cada lector le añada el desenlace que se le ocurra. A mí me sirve para afirmar que tan poco útil como la reconvención de los pobres padres es, en buena medida, un discurso como el del rey Felipe. Ningún consejo, admonición, persuasión o, en definitiva, exhortación posee garantía de éxito si no se cumple alguna de estas dos condiciones: a) la posibilidad de que, de no cesar el período de combate, alguno de los contendientes, considerado culpable, o los dos, sufra merma o condena (el «castigo» en el caso de los niños peleones); b) un auténtico interés, un serio propósito de cambio por las dos partes. La difícil situación doméstica relatada nos dice a las claras que la condición (b) no se da y, por lo tanto, solo es viable la (a), según piensa, con alguna reticencia, el sector paterno.

Me parece a mí que no de otro modo sucede con la perorata de Felipe VI. Visto lo visto, pues no es el primer sermón a la clase política por parte del Jefe del Estado, no hay voluntad de autocrítica y de modificación de actitudes en los partidos (condición b) ni tampoco perspectiva de un potente correctivo (condición a), es decir, de un rebaje significativo de la cuota electoral, pues se suelen mantener con pocas oscilaciones los porcentajes de votos, dada la tolerancia de la ciudadanía hacia las conductas belicosas, a las que está habituada y que acepta, como consecuencia de un eficaz aprendizaje por imitación, según dije arriba.

Así es como queda hueca casi por completo la «filípica» que el rey, una y otra Nochebuena, se esfuerza en proclamar. Y pese a la solemnidad y engolamiento con que se emite por televisión y de las elogiosísimas exégesis de una buena parte de la prensa de tendencia conservadora y de partidos de idéntico talante, además del PSOE. La constancia del monarca parece digna de admiración y queda reflejada cuando, al final de su exposición, se despide en estos términos:

Que el espíritu de estos días de encuentro y convivencia permanezca en el año nuevo y que tengáis —os lo deseo, junto a la Reina y nuestras hijas, la princesa Leonor y la infanta Sofía— una muy Feliz Navidad. 

Sin embargo, la incapacidad de sus intervenciones para introducir en la vida pública alguna cuña de sensatez y calma resulta clamorosa. Se echan unos a otros la culpa de lo que, acertadamente, denuncia Felipe VI, pero nadie reconoce ser dueño ni siquiera de una parte de ella. Siempre es el otro.

Así es imposible armar un discurso que pueda tener algún resultado. Por desgracia, queda totalmente vacío antes de pasar al segundo folio. Una pena, pero el Jefe del Estado no está dotado políticamente para hacer otra cosa.

No debe ser grato recitar párrafos y párrafos, uno y otro año, compuestos de enunciados vanos, llenos solo de vapor que se esfuma. Pero esa es otra historia.


sábado, 20 de julio de 2024

FALTAS DE EDUCACIÓN

 


Coincidiendo con la feliz resaca del campeonato de fútbol Eurocopa 2024, ha ocurrido un hecho, aparentemente intrascendente, pero que la prensa, ciertos medios quiero decir, se han ocupado de señalar y valorar de forma negativa. Me estoy refiriendo al modo en que el defensa Carvajal saludó al presidente del Gobierno español cuando le tocó darle (o recibir) la mano, según el puesto en que se encontraba dentro de la fila formada por el equipo. Mientras estrechaban sus manos, el jugador no miró a la cara al Sr. Sánchez, lo cual se ha calificado ―y yo estoy de acuerdo― como una descortesía, una desconsideración. No juzgo la gravedad del comportamiento, puesto que no sé si fue intencionado. Ocurre a veces que algo o alguien te llama la atención mientras estás hablando con otra persona y desvías la mirada sin querer: no es decoroso, pero admite cierta explicación. También, si se debe a la timidez o la cortedad, innatas o provocadas por quien se tiene enfrente. Repito que no sabemos, mejor dicho, no sé, cuál fue el caso del futbolista, si la evitación de la mirada consistió en un acto consciente y premeditado, como muchos lo han estimado, una manera de mostrar al presidente desapego, distancia, animadversión..., o bien se debió a algún otro motivo. Si el deportista lo que quería, lo que se proponía, era evidenciar una especie de inaceptación o incluso enfrentamiento, desplante, descalificación, etc., creo que no era ese el momento ni el modo más apropiados para ello.

Mucho menos lo fue la actitud de un anterior presidente del Gobierno, que no he podido evitar recordar y comparar. En octubre de 2003, durante el desfile en Madrid de las Fuerzas Armadas, Rodríguez Zapatero, entonces en la Oposición, a diferencia de todos los políticos presentes en la zona dispuesta a tal efecto, permaneció sentado al paso de un contingente norteamericano participante en el evento, invitado por el ejecutivo español y encabezado por la bandera de aquel país. El hecho resultó muy chocante y, con toda razón, se juzgó en los medios como una falta de respeto, un desaire, un desprecio, un «feo» tremendo a la nación cuya enseña desfilaba, aparte de un gran error diplomático. Con posterioridad, intentó explicar y justificar su proceder Zapatero con el más que enrevesado argumento de que la pretensión era exteriorizar un ataque no a USA, sino  a Aznar por haber enviado tropas, junto a Estados Unidos, a Iraq. Siendo ya jefe del ejecutivo, tuvieron ocasión los americanos de devolverle el menosprecio.

Hay otra imagen en mi retina, mucho más desagradable, mucho más violenta y agresiva, a la par que irrespetuosa y hasta grosera. Procede de las sesiones de control del Parlamento, que suelo seguir en directo o en diferido gracias a YouTube. Casi sin excepción, el presidente Sánchez y la señora que lo acompaña a su izquierda, la vicepresidenta Montero, comentan entre sí y se ríen con signos de mofa, mientras está pronunciando su discurso algún diputado de la Oposición, como tomándolo a chacota, haciendo burla de él y de sus palabras. Semejan querer mostrar lo banal que les parece dicho discurso, «las bobadas e imbecilidades que está hablando este facha», a pesar de / sin importarles un pimiento la gravedad y trascendencia, el alcance de los hechos o medidas, situaciones o circunstancias, propuestas, etc., que el orador está expresando. No digamos ya si el congresista opositor está formulando una crítica. En algún lugar he leído que tal vez sea una «risa nerviosa», esa con la que tratamos de esconder o disimular un estado de ánimo preocupado, molesto, o bien contrariado por un error o torpeza cometidos. Aparte de eso, si se fija uno bien, suele coincidir el arranque de la sonrisa con un enfoque próximo de la cámara a los rientes, que permite ver el paso instantáneo  ―y, desde luego, voluntario― del ademán serio al gozoso. A mí me parece un ejercicio de desprecio, una ofensa, un agravio totalmente inaceptables, dignos de la más extrema repulsa, no solo porque menosprecia a quien les está dirigiendo la palabra (a la vez que a los demás diputados), sino porque esa persona representa en ese momento a millones de españoles, formando parte de la más alta institución en tanto que sede de la soberanía popular. No he visto mayor ordinariez ni comportamiento más zafio y, desde luego, agresivamente, violentamente descortés.

A mí me parece indigno todo aquel que trata así a sus semejantes. Estoy seguro de que bastantes de los que, como yo, se asoman con frecuencia al Congreso efectuarán la misma reprobación. Porque eso es lo que se ganan los risueños cada semana por parte los españoles educados y respetuosos. Aunque también es verdad que ofrecen gratis un ejemplo de malos modales para quienes, pensándolo bien, no necesitan que se les den lecciones, porque ya las tienen bien aprendidas.

 


sábado, 20 de abril de 2024

CONOCER LO CASI DESCONOCIDO

 


Ayer pasamos mi mujer y yo un día estupendo con una pareja amiga a la que no veíamos desde hacía años. Tiempo que, con gran alegría para todos, comprobamos que no había dejado trazas a su paso en la apariencia de ambos, que seguía mostrando una lozana madurez. Disfrutamos de una buena comida y, sobre todo, de una amena y sustanciosa conversación. En estas situaciones se salta del pretérito al futuro y viceversa, deteniéndose en el presente para volver atrás y adelante, según un vaivén de lo más inesperado y caprichoso, siguiendo un recorrido más bien por centros de interés y tirones afectivos que de acuerdo con la lógica del orden temático o temporal.

Dentro de la maraña dialógica y revoltijo de materias, a mí me llamó especialmente la atención una cuestión por la que he empezado a interesarme hace poco. Podría enunciarla de modo supersintético diciendo que se trata del hecho de que quienes gobiernan al mundo y sus habitantes no son en realidad las autoridades visibles, políticas o económicas, por ejemplo, sino unos mandamases ocultos, escasos en número, en cuyas manos se concentra todo el poder y que están por encima de todo y todos. Lo primero que leí fue un par de libros, extraordinarios, del coronel Pedro Baños, conocido ya por un público razonablemente amplio gracias a su aparición en los programas de Iker Jiménez en la Cuatro. También, algo del periodista Jano García, que a la larga me llenó menos. Conozco más escritos dentro de esta misma línea, pero tampoco es cuestión de que haga una lista completa.

El amigo que ayer nos visitó junto a su pareja goza de una información y documentación infinitamente más vastas que la mía, y yo diría que la de la mayoría de los mortales próximos a estos planteamientos, que me imagino que no serán demasiados, aunque al parecer va calando en ciertos sectores intelectuales, dentro o en los aledaños del llamado periodismo de investigación. Él está fuera de este ámbito profesional, aunque su afán por conocer acerca de quién «gobierna mi barca» de verdad de la buena lo está aproximando a la categoría de experto. Me escribió tres o cuatro nombres de grupos o empresas o fundaciones o instituciones o patronatos o algo así, de carácter internacional, donde se ubican funcionalmente los dueños del planeta. Por cierto, los copió con un bolígrafo casi sin tinta en un papelito que arrancó del mantelillo sobre el que descansaba su plato. Imposible, pensé, mayor distancia entre la trascendencia de lo que sus trazos querían plasmar y la indigencia del material de escribanía del que disponíamos. Cogí el papel y me lo guardé, cosa que creo le sorprendió en cierto modo, pues tal vez no esperaba tanto interés por mi parte, y a la vez agradeció, satisfecho de estar departiendo con una persona no ajena del todo a lo que me parece que constituye su principal afición y ocupación cultural, ahora que está jubilado. He de confesar que yo también me alegré por tanta información de la que, generoso, me hizo receptor. «Investiga a partir de esos nombres», me aconsejó. Sin decirlo, no sé por qué, prometí que lo haría.

Cuando ya se marcharon, mi mente no dejó de reflexionar sobre los temas de que habíamos hablado  ―más él que yo― y también un poco sobre el hecho de que gran parte del tiempo que le deja libre su jornada lo dedique a profundizar sobre eso del «orden mundial», la «geopolítica» y similares, hacia los que yo simplemente he andado unos pasos, y de puntillas. Si a mí me ha conmovido bastante la visión, mínima y superficial tal vez, que se me está empezando a abrir, ¿cuánto y cómo le estará afectando a él, que se va adentrando ya en inmensas profundidades, hondos abismos, donde solo hay sombras, ecos, amenazas…?, ¿cómo es posible vivir de modo pacífico, dormir tranquilo, conservar la ilusión y el apetito sabiendo a ciencia cierta, como él sabe, que nos están cercando y conduciendo hacia un mundo cuyos parámetros se callan?, ¿cómo se hace frente al sobrecogimiento que supongo produce imaginar un futuro hecho a la medida de quienes, para su beneficio y provecho exclusivos, persiguen la globalización total y la autoridad única?, ¿cómo sobrevivir sintiendo correr por las venas el hielo de la impotencia?, ¿cómo, en definitiva, soportar el miedo que todo ello provoca, creo que inevitablemente? Un miedo buscado, sin duda, por esas fuerzas dominantes, como mayor y más eficaz yugo para amordazar el espíritu y atenazar la mente. Miedo a lo que, para que no decaiga, en cada ocasión utilizan como el agricultor un espantapájaros: un supuesto cambio climático, la amenaza o el peligro de otra y otra y otra pandemia, una guerra nuclear, el choque de un asteroide… Miedo a la propia existencia entrevista, solo entrevista, claro, supuesta, imaginada, aunque siempre temida, de unas fuerzas y potestades omnipotentes que allá en su ignota guarida nos manejan como muñecos de trapo y nos llevan a un final horrendo.

El auténtico teatro de la vida se desarrolla detrás del telón, en un espacio superior, donde «ellos» mueven los hilos de las marionetas e incluso del público y hasta de los mecanismos de bajada del telón. Puede que esta sea una de las conclusiones de la larga charla de ayer. Se me ocurre, sin embargo, pensar si no es una carga demasiado pesada el alejar tanto, el tratar de ver siempre más allá. Quizás no lo sea tanto o bien mi amigo posee una capacidad especial para explorar un espacio donde las personas comunes tenemos vedado penetrar y, desde luego, intervenir. Aunque me pregunto también si no es algo que evita, impide o al menos dificulta a veces fijar la mirada en el más acá, menos inasequible y que reclama y merece igualmente atención.    


viernes, 8 de marzo de 2024

AUNQUE LA AMNISTÍA FUERA CONSTITUCIONAL

 


Sigue, una semana más, la discusión sobre la amnistía, convertida ya en proyecto de ley, aprobado por la Comisión de Justicia y próximo a ser presentado en el pleno del Congreso. Se centra, sobre todo,  en la posible inconstitucionalidad de esa propuesta y enfrenta a los que propugnan dicha inconstitucionalidad y quienes creen que la Carta Magna permite la amnistía, aunque no la mencione expresamente. Ambos bandos exhiben razones y argumentos jurídicos de diversa calidad para defender sus posturas.

A mí me choca mucho, muchísimo, que un mismo partido, unos personajes concretos hayan defendido, sucesivamente, una opinión y otra. Empezando por el presidente del gobierno, que antes de las elecciones de julio negaba toda posibilidad de aceptar que se amnistiara a los independentistas catalanes y ahora es el más decidido partidario. Tras él, toda la cohorte socialista, desde la cúpula a la base, dio un giro y se puso a favor de transigir con las peticiones de los partidos nacionalistas. ¿Sobre qué fundamento argumentativo? Poca cosa, razones muy tambaleantes. Aparentemente, un objetivo tan débil y tan poco seguro como la «pacificación» de Cataluña. Pero es archisabido que la verdadera razón de la amnistía no tiene que ver con ningún proceso de atenuación o erradicación de la aspiración independentista en pro de la convivencia, que es lo que enarbola el PSOE como principal justificación, sino que se trata de la consecución de un puñado de votos para la proclamación como tal del actual presidente del gobierno. Solo eso.

La proclamación de independencia, junto con una serie de jornadas de alboroto callejero (en curso de ser calificado judicialmente como terrorismo) e incluso el intento de celebración de un referéndum de autodeterminación hicieron que fueran detenidos, juzgados y encarcelados un conjunto de políticos, mientras que otros se fugaban para evitar la acción de la justicia. Son los que, junto a otros encausados por casos de corrupción, como los miembros de la familia Pujol, forman el grupo de los que se quiere ahora perdonar mediante la inminente ley de amnistía, con el consentimiento ―y beneficio― de quienes hasta hace pocos días la rechazaban con toda rotundidad.

No sé si la falta de alusión explícita en la Constitución a una medida de gracia como la amnistía significa que es, no obstante, viable, pues no se prohíbe, o lo contrario. Es un asunto del que no entiendo mucho, pues compete a los juristas especializados en la materia. Tampoco me lo planteo, porque al final nuestros actuales gobernantes y sus prolongaciones jurídicas retorcerán las leyes implicadas hasta que les sean propicias. Yo me sitúo en una perspectiva distinta, más de carácter social y político.

Y, en ese terreno, creo que las preguntas fundamentales, que son las que muchos compatriotas se hacen en realidad, son las siguientes: ¿puede considerarse útil y beneficiosa para los españoles, para el país, una medida como la condonación de las penas por los delitos a los responsables de lo ocurrido en Cataluña en la última fase del procés?, ¿es lo mejor que puede hacerse en la actual situación?, ¿resulta, aunque fuera legal, legítima esa medida? Creo que la mejor respuesta a las tres preguntas es la negativa, el no rotundo y sin ambages. ¿Por qué? Voy a apuntar tres razones: 1) no se merecen el perdón quienes no solo no se han arrepentido de su conducta, sino que exhiben, con el mayor descaro, la intención de repetirla («¡Ahora, a por el referéndum y la independencia!», se oía días atrás de boca de algunos políticos catalanes); 2) esa misma actitud y lema demuestran que el independentismo no se ha atenuado (el ambiente no se ha «pacificado») una vez que la ley de amnistía está en puertas de regir; 3) esta ley supondrá un trato de favor a un puñado de delincuentes, juzgados y condenados, del cual no se van a beneficiar la mayoría de los que pagan sus penas en las prisiones españolas por transgresiones mucho menos graves que el delito «de lesa patria» de gran parte de los políticos independentistas catalanes, algunos de los cuales están principalmente procesados por corrupción.

En resumen, me parece que la amnistía no debe aplicarse en estas condiciones a las personas elegidas para limpiar sus delitos. Me subleva que, siendo culpables, salgan a la calle libres de polvo y paja, por la puerta que, no obstante, se cierra a cal y canto para todos los que dejan a sus espaldas. ¿Qué han hecho estos individuos, me pregunto, para merecer tanta benevolencia, sino pavonearse de su privilegio y declarar de modo chulesco que nos vayamos preparando para lo siguiente? Esta amnistía, incluso si fuera legal, es una agresión al principio de igualdad de todos los ciudadanos, es una injusticia, es una provocación…, por mucho que bastantes quieran verla ―y hacérnosla ver― como un hito en la historia actual de la democracia española y un paso de gigante en pos de la unión y el entendimiento entre los españoles. Nada de eso significa. ¿Qué han hecho los futuros amnistiados en esa línea para atraer tamaño beneficio? Nada, más bien han obrado en contrario. A no ser que se evalúe como gran mérito la compra, con unos cuantos votos, de un señor que desea ser presidente del gobierno y se pone ―a sí mismo y al país― a su servicio. 


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