En muchas ocasiones, a lo largo de mis años como profesor,
me ha dado por pensar que los sistemas educativos están fundados en una serie
de supuestos pedagógicos y didácticos falsos, dados por dogmas indiscutibles, pero
que no son sino puros espejismos. Como todo lo cercano, lo habitual, lo
tradicional, pasan inadvertidos; la gente cree que constituyen un cimiento sólido
para la organización y desarrollo de la enseñanza, incluso los responsables de
todos los niveles, desde la Administración hasta los maestros y padres.

Voy a ilustrar lo que quiero decir con una anécdota. Un
compañero de Ciencias Naturales puso un examen parcial, de un tema o dos quizás,
no recuerdo, en un grupo de lo que entonces era COU, ahora segundo de
Bachillerato. A los cuatro o cinco días, cuando ya tuvo corregidos los
ejercicios, sorprendió a la clase con un nuevo control, en el que incluyó
exactamente las mismas preguntas que en el primero. Más del 60% de los que
habían aprobado el primero suspendieron el segundo. ¿Qué quiso indagar o demostrar
el profe con tal experimento? Es evidente: sospechaba que eso que los alumnos “se
aprenden” (distingo entre “aprenderse” y “aprender”) para pasar los exámenes, casi
no sirve más que para pasar los exámenes, nada más, y casi nunca promueve una
auténtica formación, que por su propia naturaleza debe tener vocación de
permanencia. Entonces, y dado que los controles o exámenes o pruebas…
constituyen el principal instrumento de evaluación, ¿es posible que un buen
puñado de niños y jóvenes culminen la Secundaria, por ejemplo, desconociendo,
ignorando todo o casi todo lo que se supone que saben, que conocen, porque lo
han estudiado y han aprobado? ¿Es posible que sus boletines de notas o sus
títulos de graduado certifiquen en falso? Muchas veces, repito, me ha dado por
pensar que sí, que resulta posible e incluso probable. No hay más que preguntar
en cualquier grupo de la ESO por los ríos de España o de Europa, o por los
límites de la Edad Media, por la fotosíntesis o por algún escritor del
Renacimiento… Muchos, muchos no sabrán qué decir.
Pero eso, siendo malo, no es lo peor, sino que sepan bastantes
cosas el día del examen y luego, nada o casi nada, tabula rasa. Porque ahí está
la causa y el efecto de la falsedad e hipocresía, de la perversión que
bastantes días he creído descubrir en el sistema.
Por suerte, hay conocimientos que echan raíces y ni se secan
ni desaparecen de la cabeza de terminados alumnos. Pocos y en pocos niños. No más de los cinco
o seis que le aprobaron de segundas a mi compañero de Ciencias.