Creo que he resucitado una tradición perdida, una buena costumbre
antigua. Y me parece que lo he hecho con criterio, no por un mero prurito
arqueológico.
Cuando yo era pequeño e iba a la peluquería con mi padre
(“barbería”, decíamos, aunque nadie llevaba barba, excepto los frailes
capuchinos, que no iban a ese establecimiento) me llamaba la atención el uso y
manejo de la navaja de afeitar, instrumento raro para mí y amenazante. Pero no
es a él al que me vengo a referir, sino al modo en que limpiaba la hoja el
peluquero después de cada pasada por la cara o el cogote del cliente: lo hacía
con unos papelitos cuadrados, procedentes de la múltiple división de hojas de
periódico. Solían formar un montoncillo, perfectamente ordenado, de donde se
iba cogiendo uno para cada hombre. Se me ocurría imaginar al maestro barbero
haciendo dobleces las páginas para obtener las pequeñas servilletas, llenas de
letras y fotos truncadas. Los domingos por la tarde, pensaba yo, sería una
buena ocasión para tan entretenido y meticuloso quehacer, del que se
aprovecharía el peluquero toda la semana. Además, por no sé qué inclinación mía,
temprana, a la austeridad y al ahorro, aplaudía callado esa forma de dar el
máximo uso al papel de los diarios, una vez cumplida su supuesta misión de
informar, formar y entretener.
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Por esa época, los periódicos eran una verdadera panacea. En
ellos se envolvían los objetos en algunas tiendas, de las que recuerdo sobre
todo las ferreterías; en las casas se liaban con papeles de periódico las
piezas del cristal (copas, vasos…) y de la vajilla cuando había que guardarlas
por razón de limpieza general o blanqueo, durante los que se empleaban también como
cubremuebles; hacían los rentables periódicos de protección y abrigo para
motoristas y ciclistas en invierno, bien colocados en el pecho, debajo de la
camisa, o de materia prima para la creación papirofléxica, de embalaje para
bocadillos, etc., etc., e incluso para ciertas acciones higiénicas en el WC,
donde colgaban de un alambre en forma de pincho. Junto con el que llamaban
“papel de estraza”, que aún perdura, puede decirse que los periódicos y las revistas
gozaban de muchísimas funciones llamémosles secundarias.
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Muchas personas antiguas quizás creyeran que el periódico empezaba a ser útil cuando dejaba de tener actualidad y el contenido ya no interesaba. Confieso que, al volver a aquellos tiempos, he dado en coincidir con tal principio, y aun he ido más lejos, pues me he convencido de que (la mayor parte de) las hojas de prensa solo sirven para lo que las utilizo hoy, ¡nada más!, antes incluso de estar pasadas de fecha.