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Cuando se es estudiante, el valor del esfuerzo se plasma en los resultados, que son, por una parte, los conocimientos aprendidos y, por otra, las calificaciones, es decir, la constancia oficial y pública de aquellos. Las notas permiten pasar de curso u obtener una titulación, y demuestran, si son justas, el nivel alcanzado por el estudiante. En teoría, los notables, sobresalientes y matrículas deberían concitar, por ello, el aplauso familiar y social, y lo contrario los suspensos. O sea, se tendría que conceder, con señales bien visibles, el mérito que se merecen los niños, adolescentes o jóvenes que se mueven por esas alturas; y, al revés, mirar si las notas bajas de los demás han sido consecuencia del poco o nulo esfuerzo, para encauzar tal actitud, una vez catalogada como inaceptable e incluso perjudicial para el propio (des)interesado.
Poco a poco, la estimativa general ha ido cambiando en este aspecto y no es difícil encontrar ambientes estudiantiles y contextos familiares en los que todos se conforman con el mínimo e incluso festejan y regalan como a un héroe a quien aprueba, solo aprueba, aunque sea raspando. El criterio es el “quitarse asignaturas”, promocionar, conseguir el título y no, llegar a un alto grado de preparación, reflejado en las notas altas. Más aún, cualquiera puede oír en estas fechas de final de curso expresiones como “Este año no ha estado mal el niño, solo ha tenido tres suspensos”, frases que suelen preceder a la correspondiente entrega de un buen obsequio que selle el triunfo de un estudiante tan poco estudiante.
Tal visión suele sintetizarse en la jerga educativa como “bajada del nivel”. Entiendo que se trata de una bajada del nivel de exigencia por parte del propio estudiante y de la familia y la sociedad, y también, paralelamente, un aligeramiento de los objetivos de aprendizaje fijados en el currículum. De modo que ese mínimo que satisface a tantos es hoy un mínimo más mínimo que hace unos años, cuando muchos se matriculaban con la pretensión de llegar a lo más que pudieran, de ser el mejor, de tener un buen expediente, etc., aun con planes de estudio exigentes. Ambos listones, tirando uno del otro, seguirán cayendo por causa de esa ley según la cual el descenso es siempre cuesta abajo.
Me parece que, en estos tiempos, pocos chavales están interesados en sacar muy buenas notas, ni siquiera buenas notas. Por muchas razones, que seguramente desbordan el ámbito académico (enfriamiento del afán de superación, falta de metas ambiciosas, tendencia a la extrema comodidad…), esto es así, por desgracia para todos. Tal visión suele sintetizarse en la jerga educativa como “bajada del nivel”. Entiendo que se trata de una bajada del nivel de exigencia por parte del propio estudiante y de la familia y la sociedad, y también, paralelamente, un aligeramiento de los objetivos de aprendizaje fijados en el currículum. De modo que ese mínimo que satisface a tantos es hoy un mínimo más mínimo que hace unos años, cuando muchos se matriculaban con la pretensión de llegar a lo más que pudieran, de ser el mejor, de tener un buen expediente, etc., aun con planes de estudio exigentes. Ambos listones, tirando uno del otro, seguirán cayendo por causa de esa ley según la cual el descenso es siempre cuesta abajo.
Los últimos días se está hablando, discutiendo, denigrando o apoyando la decisión expresada por el ministro de Educación de establecer como calificación mínima para obtener beca una media superior al 5. En caso de traducirse en norma, me pregunto si podría servir como un factor de motivación y estímulo a tantos que se sientan delante del libro con tanta desgana.