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Soy de los que temen a la publicidad, la condenan, la odian.
Sobre todo porque es el emblema del juego sucio, que en la comunicación se
llama mentira, engaño. Trata de convencerme de que necesito una moto o un
microondas que no necesito, insiste hasta el infinito para cambiar mi opinión.
Luego me señala, arbitrariamente, qué moto es la mejor o qué microondas es el
que adquiere quien de verdad entiende. Y luego me lleva a quitarle importancia
al precio. Finalmente, me deja tirado en la calle con mi moto, mi microondas…, “como
un gilipollas” igual que Krahe, sin saber qué hacer con ellos, y sin mi dinero.
Y sin tener para gasolina ni para electricidad. Pero lo peor no es eso, sino el
hecho cierto de que el pago de su réproba faena se efectúa a mi costa, a través
del precio de los productos, tanto más incrementado aquel cuanto más
publicitados estos. La publicidad es una rata que te come las entrañas, te
vacia de ti mismo, te posee. Para eso nació y para eso vive.
El público se halla inerme, a su merced; la publicidad
siempre lo sobrepasa y domina, porque viene ella bien pertrechada. El acto
publicitario está diseñado con extrema exactitud, sin conceder margen al error,
que significaría el fracaso. La campaña publicitaria se te aproxima con el perverso
y estudiado sigilo de una serpiente, que te anuda con la fuerza y la maleabilidad
de su helado cuerpo hasta asfixiarte.
La publicidad guerrea, como mercenario, bajo cualquier
bandera que la reclame para la conquista del mercado; como predicador a sueldo,
sin ideología ni credo, promete cualquier pedregal que esté dispuesto a
revestirse de paraíso. La publicidad se expande cual atmósfera infecta, arteramente perfumada. El spot sale de un sepulcro blanqueado.
Maldad intensificada por sabiduría sin honra: los dos
adornos macabros del espíritu publicitario. La publicidad es un conocimiento y
una técnica que, pese a todo / como no podía ser de otra manera, ¡se adquieren
en la universidad, en el supuesto santuario de la ciencia y el saber! Pobre
comprador, no titulado en facultad alguna, casi analfabeto, ingenuo del todo. Y
más pobre aún por cuanto precisa el producto, no puede zafarse del objeto que
cubre su necesidad real; y porque todo lo vendible es publicitable y publicitado
-falseado- ab ovo.