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No sé si quienes leéis esto habéis asistido con agrado a un algún entierro. A mí me ocurrió ayer. En primer lugar, la persona fallecida no significaba mucho para mí y tan sólo figuraba yo allí como acompañante de una amiga de la familia. Pero, sobre todo, aprecié en el sacerdote un estilo, un modo de conducir la ceremonia, que confieso nunca he presenciado: logró crear un clima recogimiento, cuya manifestación más visible fue el impresionante silencio con el transcurrió todo el acto. Y ello, pese a que el templo estaba abarrotado y a que una parte de los asistentes eran muchachos y muchachas muy jóvenes, casi niños, compañeros y amigos de un hijo de la difunta. El oficiante leyó unos textos, pronunció un sermón, rezó las oraciones propias del rito fúnebre con respeto, devoción… Lo que más me impresionó fue que, poco antes de concluir, invitó al público a una reflexión, que comportaba un examen sobre sus propias vidas. Se hizo una pausa de varios minutos, con un fondo musical muy hermoso: una canción que desarrollaba una frase de San Juan de la Cruz, referente a que al final de la vida se nos juzgará, principalmente, por lo que hayamos amado. La verdad es que salí verdaderamente complacido, pese al fondo y el objetivo de la celebración.
Sirva este prólogo para justificar la atención que mantuve a lo largo del acto, reconozco que bastante inusual. Lo normal es que me distraiga, mirando para acá y para allá (las iglesias son, a veces, extraordinarios museos) o pensando en mis cosas. Debido a ello, escuché una por una, sin que se me fuera el santo al cielo, las bienaventuranzas evangélicas, que hacía ya mucho que no oía ni leía, y me percaté puntualmente de sus respectivos mensajes. Una de ellas, creo que la octava, merece la pena que la traiga aquí, porque me chocó bastante (por primera vez, desde que la aprendí en los tiempos del catecismo): “Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos”. Entiendo que los “perseguidos por causa de la justicia” son los que han actuado en contra de la ley y, debido a eso, la justicia los busca, para juzgarlos y condenarlos o no. Entonces, ¿la doctrina evangélica promete el “reino de los cielos” (premio máximo al concluir la vida terrenal) a todos los que, por robar, asesinar, chantajear, practicar el terrorismo, prevaricar, violar…, se convierten en objeto de persecución y captura? En resumen, ¿se les concede disfrutar del paraíso y la gloria de Dios Padre eternamente a todos los chorizos del mundo, por el simple hecho de serlo?

En los últimos tiempos se habla mucho de que no pocos detenidos, incluso si han sido cogidos con las manos en la masa, entran por una puerta de la comisaría o del juzgado y salen por la otra tan campantes, cuando no, desafiantes. O sea, que se han reducido o ablandado las penas y sanciones considerablemente, con lo que aumenta la impunidad para los malhechores y la inseguridad para las víctimas. El caso del niño Rafita es uno de los más sonados últimamente. En esta línea, la bienaventuranza octava sería la guinda del pastel. Si mi interpretación del texto bíblico es acertada (creo que no, pero ignoro por qué: sabios tiene la Iglesia) y si son o se hacen católicos los perversos, no sólo no sufrirán condena, sino que disfrutarán de una suculenta recompensa. En el más allá, claro está, pero ¿qué es la vida mortal sino abrir y cerrar de ojos en comparación con la eternidad? Ojalá no sepan ni se enteren de la doctrina cristiana quienes legislatura tras legislatura han ido despenalizándolo casi todo, porque capaces son de tomar lección y enseñanza, sin importarles la procedencia, para acrecentar su buenismo. Que a ninguno se le ocurra (o le acaezca) asistir a responsos como el de ayer.